Convocado a cenar con Paco de Lucía, acudí a padecer a otro artista huraño y ensimismado. Por andar desprevenido, casi me arrasa un ciclón ciclópeo que no solo tenía opiniones, sino que deseaba perforar las ajenas. Desde su rostro cargado de huesos, era combativo sin perder nunca la sorna. No daba tregua, como si le quedara un segundo de vida sin una segunda vida.

Para cenar con Paco de Lucía, tenías que abrocharte el cinturón de seguridad. La intensidad de una conversación no se mide por los fragmentos que preservas del intercambio, sino por el rastreo en tu memoria de la disposición geométrica de la charla. Recuerdo al centímetro las posiciones que ocupábamos a la mesa, como el boxeador refresca el ángulo desde donde le machacaron a golpes.

Siempre sorprende la muerte de una persona viva, requisito que no concurre en todos los fallecimientos. Paco de Lucía se mostraba sumamente atento, no en el sentido del anfitrión hacia su huésped, sino del felino que examina con apetito a su presa. No era socialista sino felipista, admiraba la claridad de expresión del González que convenció a la mayoría de españoles de que eran de izquierdas. Por lo mismo, se mostraba incapaz de entender las travesuras de Zapatero. No habrá más ocasiones de preguntarle, pero sospecho que ZP le parecía facilón, sin olvidar el conflicto generacional. No aspiraba a criticar al último presidente del PSOE desde los corrillos, quería regañarlo personal y fraternalmente.

Los genios se rebajan a reunirse con los mortales para saciar su ego infinito. Paco de Lucía no necesitaba ni buscaba la adulación edulcorada, y la prueba principal es que hasta ahora no hemos desenfundado su guitarra. Lejos de ser un desagradecido, se centraba en las experiencias alrededor del mundo que le había brindado su instrumento, electrificado por otros para alumbrar el primer movimiento de analfabetos musicales, ya se llame pop o rock.

Paco de Lucía era tan discreto sobre su parcela de insuperable maestría, que hablaba por los codos para no delatarse hablando con las manos. Su discurso orbitaba en torno a una acusada componente masculina, no siempre sexualmente correcta. Mantenía la voracidad de quienes han preservado una energía natural, incontaminada por los currículos educativos. Y repito, su exigencia te obligaba a un entrenamiento previo.

Instalarse en Mallorca era un precipitado lógico de la mediterraneidad de Paco de Lucía, otro apasionado que se refugia entre seres que le dejan en paz, en la perspicaz acepción de Robert Graves al explicar idéntica mudanza. Por los azares migratorios, en la isla pudo encontrarse con el también gaditano Caballero Bonald, el cervantes casado con una mallorquina.

He escuchado con fruición a Paco de Lucía. Me refiero a sus palabras, que me permitieron entender mejor la provocación de su música a borbotones. Vivió a toda vida, y su peregrinación planetaria hizo más por su país que la ruta de seda de los mercaderes. Abundaba en las dotes de movilizador, y de agitador en la corta distancia. En la recolección indisoluble del tránsito, es más fácil escoger la España flamenca de Paco de Lucía que la España de pandereta de Rajoy pero, ¿quién te ha dicho que tienes derecho a elegir?