Tras años de autocomplacencia, ensimismamiento y mal disimuladas rencillas entre generaciones y camarillas, el gremio del séptimo arte hispánico se ha mirado por fin en el espejo de su hermano mayor. Ha comprendido que la gala anual debe servir para sacar lo mejor, o lo más digno, del armario, y que no quede sólo en la alfombra roja. Celda 211, Pa negre y ahora No habrá paz para los malvados han sido, con diferencia, lo mejor de sus respectivas cosechas. Su fortaleza está en unos guiones, sólidos, intensos, muy madurados; en la implicación total de los actores y en evitar florituras en la parte técnica. Almodóvar es todo lo contrario; sus guiones bailan últimamente entre lo desconcertante y lo irritante, pero es de los únicos (Javier Fesser o Julio Medem comparten inquietudes) que lucha por mantener una voz propia, por explorar en la fotografía, la puesta en escena, la interacción de la música. Y mantiene su talisman, su carisma, con los actores; por eso considero merecidos los premios que ha recibido La piel que habito. Kike Maíllo y Eva siguen los pasos de Buried, riesgo en el planteamiento y chirridos en el desarrollo.

¿Y detrás de ellos qué hay? Apena que la comedia (inteligente, giremos la cabeza ante Santiago Segura) ha desaparecido del paisaje. Los dramedias (Cinco metros cuadrados, La chispa de la vida) han resultado ser ni chicha ni limoná, y han pagado por ello. Los premios a Arrugas, el documental de Coixet y el discurso de González Macho suponen un respetable lamento a los nuevos gobernantes: nos habéis maniatado pero no amordazado. La gala, una vez más, ha sido innecesariamente larga; los consejos de Gracián suenan a chino; las gracietas de Eva Hache no han superado, ni desentonado respecto a las de Buenafuente o Corbacho. Los de Anonymous sueñan con ser Wikileaks y actúan como matonzuelos de barrio, acelerando, a su pesar, el cerco sobre las descargas ilegales.