Elegido mejor tenor de todos los tiempos por un jurado internacional que barrió sin titubeos a todos los que no llegaron a tiempo de dejar su voz grabada, Plácido Domingo lleva lustros tanteando en la dirección orquestal las posibilidades de una doble inmortalidad. Pero es malo y no interesa. De hecho, las audiencias informadas lo aguantan mal en el foso como "impuesto revolucionario" de una gran producción o un reparto de élite. Con casi 71 años a la espalda, la voz no es la sombra de lo que fue pero el nombre sigue llenando los teatros. No solo en Estados Unidos, donde ha reinado simultaneamente en dos operahouses de segundo circuito -Washington y Los Ángeles- sino en toda Europa, donde se hila más fino. Claro está que como tenor -o barítono desde hace dos o tres años- no como maestro. En este cometido sigue sin existir, y hay que escuchar a los programadores cuando se ven forzados a confiarle la dirección si quieren lucirlo antes o después sobre la escena.

El inmenso cantante que ha sido, dueño de una de las voces más expresivas y emotivas del siglo XX, recreador de un largo centenar de protagonistas del gran repertorio, buen actor, casi siempre carismático en la seducción de los públicos, ocupa como artista un nivel superior al de todos sus colegas. Su hoja de servicios no tiene precedentes, a despecho de la frecuencia con que ha decepcionado por cantar hoy aquí y mañana en los antípodas, sin reposo ni ensayo. En la Ópera de Viena tuvimos que sumarnos por patriotismo, hace al menos quince años, al frenético entusiasmo general después de una Tosca que, en justicia, merecía el abucheo por evidente cansancio, corto aliento y jadeos. La belleza del instrumento bastaba para todos los demás, y él mismo nos retribuía con sus noches en buenas condiciones.

Pero no había compensación posible cuando tomaba la batuta, ni en los problemas de concertación del foso operístico ni en programas sinfónicos. El brazo pesado, los metros batidos sin precisión y la expresión supeditada a la necesidad elemental de controlar el tiempo daban a sus versiones una extraña imagen de agonía. Lo recuerdo en cierta ocasión dirigiendo un concierto de violín, menos atento a la partitura que a los guiños que la experta violinista lanzaba a la orquesta para que no se perdiera. Invitado a la cena postconcierto, prefiero olvidar las palabras de cortesía con que respondí al ansia de opiniones que Domingo proyectaba en los presentes.

Traicionando su costumbre, acaba de replicar una crítica de la señora Midgette en el Washington Post, por su dirección de Tosca en la ciudad. La periodista será tan pavarottiana como quiera, pero acusarlo de sabotear la obra es claramente ofensivo. Aún excluyendo semejante propósito, no es descartable que su trabajo haya difundiera una imagen tan fea. Dicen ahora que desea jubilarse como director general del Tatro Real de Madrid. Si renuncia al doblete de la dirección musical, ojalá que lo consiga.

Domingo ya es inmortal por su formidable talento, que, entre honores innumerables, le ha hecho titular del Principe de Asturias de las Artes. Como tenor, desde luego. Como director podría planear otros 15 años de gloria si fuera bueno. Significativamente, la ciudad de los inmortales no admite vecinos con dos carreras.