Decía el poeta neoyorkino John Ashbery que lo raro, lo verdaderamente raro del asunto de los premios Nobel no era la presunta conjura contra la literatura norteamericana o la literatura a secas, sino el olvido, tantas veces in extremis, de Tomas Tranströmer. El menoscabo a la novela estadounidense, insinuaba Ashbery, puede pasar, pero lo de Tranströmer, insistía, eso sí que representa un auténtico expediente. La frase, redondeada por la maquinaria de las afinidades correlativas, sirvió para refrendar la pena casi futbolística que sentimos algunos lectores cuando en la edición del pasado año el jurado contradijo en el último momento a las casas de apuestas y a la propia wikipedia, que había dado como ganador apenas unos minutos antes al escritor sueco. La academia volvía a ignorar al más celebrado de sus compatriotas, lo que significaba ignorar al mismo tiempo a un autor de más de ochenta años, con afasia y un perfil humano intachable, aunque no necesariamente franciscano y por tanto con escasas posibilidades de volver a encabezar las candidaturas del premio.

El cenáculo del Nobel, esta vez sí, ha tenido la ocasión de poner de su lado los bajeles del destino y enmendar mínimante sus enciclopédicos ataques de amnesia. El premio de Tranströmer supone mucho para las letras, pero también para la propia reputación de unos galardones cada vez más entretenidos con la cláusula autoconmiserativa de Alfred Nobel, que dispuso un estímulo especial para los valores humanitarios, justamente los que hablando de literatura no tienen nada que ver con la literatura. Con Tranströmer el jurado se reconcilia además con la poesía, de la que no quería saber nada desde 1996, cuando fue celebrada la polaca Szymborska, y lo que es más importante, con una obra mayúscula e imponente, de las que ponen su propia marca en la evolución estética y profunda del género.

La condecoración llega asimismo en un momento en que su literatura goza de buena salud en España, si es que esto, al tratarse de poesía, no resulta ineluctablemente una paradoja. La antología El cielo a medio hacer (2010) traducida con un espectacular resultado en castellano por el uruguayo Roberto Mascaró, consiguió mantenerse durante varios meses entre los ejemplares más aplaudidos y, lo que es más sorprendente, también mejor vendidos de la cosa poética. Toda una bofetada para los mandamases editoriales, especialmente para los sellos especializados en poesía, que han tenido que ver como Nórdica, una editorial joven, con criterio y agallas, se apuntaba la medalla de lanzar al mercado por dos veces a una de las noticias más rotundas de la literatura europea de los últimos cincuenta años. Y eso, a pesar del precedente de Hiperión, que en 1992, publicó Para vivos y muertos, un título incontestable y fugaz y, sobre todo, privado de continuidad durante una década en las librerías.

La euforia por el premio a Tranströmer es mucho más que una lectura visceral de los hechos y que la satisfacción que se desprende de la ruptura de eso que los ingleses llaman los happy few y que generalmente indica el paso del culto minoritario a la gloria masiva. Algunos merendamos hoy con una satisfacción complementaria e íntima, la de saber que ninguno de los lectores a los que hemos torturado infatigablemente en los últimos años con la recomendación de sus poemas ha puesto a la postre cara de desdén o de revancha. Tranströmer evangeliza rápidamente y, lo que es más difícil, sin una voz frívola y ramplona de las que abundan en la península, con un registro que camina hacia el silencio y deja en cada paso un golpe seco de brillo, de lucidez, de melancolía. Una poesía que no se parece a nada ni a nadie, contenida y a la vez generosa en la forma, de hondura metafísica y claridad casi horaciana, lacustre, asombrosa en la visión de la naturaleza y en la creación de sus propias estructuras, de su propia música. La poesía era esto, es el grito que se escapa de sus escritos y, sobre todo, de su lectura. El autor que ya no habla, el poeta admirado por Raymond Carver, con su brillo todavía intacto de gran olvido.