De pequeña me aprendí de carrerilla que la profesión de mi madre era "sus labores". Las de ella. O las propias de su sexo. En algunos formularios había que marcar la casilla "no trabaja". El verbo trabajar siempre se ha conjugado de puertas afuera; como si de puertas adentro las mujeres sólo diesen rienda suelta a algún condicionante genético que no merece aprecio ni contraprestación. Un hobby. Hoy día las cosas han cambiado muy poco por un motivo bastante fácil de entender: si existiese un consenso social sobre el valor perfectamente cuantificable del esfuerzo femenino en el hogar, entonces habría que pagar un salario a las amas de casa. Y eso, evidentemente, no resulta posible. Bastante tenemos con ayudar a los banqueros a mantener sus beneficios en plena crisis.

Me costó lo mío tomar conciencia de que las labores de mi madre, en el fondo y en la forma, eran las de todos nosotros: hijos, padre, abuela y el resto de invitados a formar parte de la familia. Ahora que se ha jubilado lo percibimos sus precariuos y agobiados sustitutos con toda nitidez. Y exigimos horas extras, plus de felicidad, complemento de generosidad, vacaciones y descanso semanal, o nos pondremos en huelga y la casa será un caos. Ella se ríe.