El siglo XX ha acabado súbitamente. Si López Vázquez encarnaba desde la pantalla la evolución del franquismo como sugestión colectiva –bajo las pinceladas de Berlanga y Azcona, más valientes que los caricatos de Mahoma–, Francisco Ayala ilumina la vigencia de la dignidad individual frente al despotismo deslustrado. El fantoche coronado de este centenario precoz fue Carlos II, prueba empírica de su doctrina de jurista sobre los poderes heredados.

El exilio carece de consuelo o remedio, porque es un desgarro estrictamente individual del que jamás se regresa. Ayala encontró en el humor y el whisky los medicamentos para no quedar amputado en hombre sin espíritu. Pagó el precio de sobrevivir al dictador, con una existencia tan dilatada que la longevidad dañaba su obra. Su bibliografía se medía en cumpleaños. Parecía un Ernst Jünger humano, confrontado a diario con su calendario.

El fin del siglo XX dista de ser un fenómeno estrictamente meridional. Es notorio que los seres humanos comen, en tanto que los franceses hacen gastronomía. El también secular Claude Lévi-Strauss cometió el crimen de recordar a sus compatriotas que los primitivos no tienen nada que envidiarles, pero se salvó de la hoguera porque lo hizo en francés. Pedía respeto para las culturas que cientos de seguidores pisoteaban en su nombre, denigraba el carácter científico de disciplinas que se aprovecharon de que escribía matemáticas en prosa para reivindicarse como ciencias sociales. Es ópera en tiempos de Gran Hermano. No habrá intelectuales a su altura, un triste tópico.