Defienden los puristas que el éxito del fútbol es que se mantiene como ciencia inalterable. Que, a diferencia de otros deportes, no está sometida a un cambio constante en sus reglas. La afirmación no es del todo cierta. Las primeras reglas del fútbol se forjaron en la taberna Freemansons', en Londres, en 1863 y no incluían saques de puerta, córners, ni faltas. Ni siquiera árbitro. Se entendía que en un deporte practicado por caballeros a nadie se le ocurriría dar una patada deliberadamente. La buena fe duró muy poco.
La inclusión del árbitro introdujo un elemento de discusión eterna entre aficionados. Un universo paralelo al del fútbol, el de la polémica, que la introducción del VAR trata ahora de dejar en segundo plano. Se lanzaron los clásicos entonces a criticar sin contemplaciones la introducción de la tecnología en un juego tan arcaico. La Copa América ha sido el último ejemplo de la lupa sobre un sistema que, con sus defectos, ha ayudado a corregir múltiples errores humanos. Ahora, el fútbol es un poco más justo. Aunque el sistema siga teniendo defectos. El problema de la tecnología es que está controlada por personas.
Las últimas novedades en la reglamentación, retoques, parecen ir encaminadas en la misma dirección: dejar al árbitro en un segundo plano. La mano del atacante es siempre mano; se evita la interpretación. Nadie del equipo atacante en la barrera; menos líos para el trencilla. El colegiado no puede ya ni participar involuntariamente en el juego: se devolverá la pelota al equipo que la poseía. La normativa avanza, a su ritmo, para facilitar la labor arbitral y tratar de hacerlo invisible. Descartada la opción de que no se den patadas deliberadamente, el árbitro es necesario; pero como complemento, nunca como protagonista del juego ni sustento para el ruido.
