Empezaron a cuentagotas, primero solo los más osados. Superado ese primer nivel, hasta los tímidos, pero no por ello menos mallorquinistas, se atrevieron a lanzarse sobre el terreno de juego. En apenas diez segundos, el fondo del Lluís Sitjar estaba completamente vacío. Son Moix acogía sobre su césped a cientos, a miles, de aficionados del Real Mallorca.

Robert Sarver, propietario del club rojillo, gritaba como uno más. Ni vallas, ni vigilantes de seguridad, ni fuerzas de seguridad del estado. El mallorquinismo superó todas las barreras. La locura ya se había desatado y no había marcha atrás. Incluso la Tribuna Sol, también a ras de campo, osó con lanzarse al abordaje. Lo hizo.

Se abrazaba Vicente Morenoy a los que no lo eran. Su hijo, apareció de la nada, o del todo, para abrazarle. El técnico valenciano lloraba y no se atrevía a soltarle ante la gran locura que le rodeadaba.

"Ha quedado demostrado que hemos sido superiores en mucha cosas", acertó a señalar el de Massanassa. "Lo hemos buscado y lo hemos merecido. No hay palabras para definir lo que son estos jugadores", zanjó el preparador mallorquinista antes de ser conducido al túnel de vestuarios ante la gran avalancha de aficionados que seguián invadiendo cada vez más el campo de Son Moix. Los futbolistas, por su parte, se fundieron rápidamente entre la masa: zarandeados, ovacionados, vitoreados. Segundos antes, con el pitido final del encuentro, se abrazaron como pudieron, dejándose la voz, el alma, cumpliendo sus sueños. El césped de Son Moix fue el más perjudicado, casi tanto como las mallas de las porterías. Ningún mallorquinista quiso irse de su feudo sin un trozo de la historia de su club. Sin una porción del ascenso.

Cerca de medio millar de aficionados del Deportivo, desde las gradas, observaban con incredulidad lo que acababa de acontecer. Con lágrimas en los ojos, observando con envidia la alegría que ya se creían suya antes de jugar ese dichoso partido.