Una Champions la festeja cualquiera con entusiasmo. Lo que tiene mérito es celebrar la llegada a Segunda, la huida del infierno para caer en el purgatorio por tiempo indefinido. Se necesita un sentimiento nacional muy acusado para transformar en una gesta la evidencia de que el Mallorca no pertenece a Segunda B.

La Segunda no es una dimensión desconocida. La última vez que el Mallorca alcanzó la categoría de plata hace cinco años, el tránsito se vivió como una tragedia de colosales proporciones. Hoy se revisa como una reconquista heroica. Aunque el destino sea idéntico, la sensación de frío o de calor depende de que la llegada se produzca descendiendo o ascendiendo.

Si sois malos, os iréis a Segunda. Así sonaba la amenaza repiqueteada cuando flaqueaban las fuerzas durante los tres lustros del club en Primera. Por todo ello, no me exijan ahora una traición a la escrupulosidad deportiva para sacarle brillo a una división que dormita. Solo el orgullo patriótico pero extrafutbolístico justifica la alegría desbordante. Y aquí coincidiremos en que el Real Mallorca sigue siendo el único vínculo colectivo de cierta entidad en esta isla babélica.

Aleluya, el Mallorca es superior al Mirandés. Bien mirado, si el Madrid monta un espectáculo global por haber derrotado a un Liverpool de Tercera, la Segunda se presenta como un paraíso. Sobre todo, al sopesar las decepciones encadenadas por el mallorquinismo desde que finalizó la edad dorada de Cúper y Luis Aragonés. La fractura vigente, entre los propietarios sentimentales del club y sus gestores zigzagueantes, llega al extremo de que cuesta decidir si el medio millar de seguidores se desplazaron a Miranda para animar a los jugadores o para vigilarlos.

¿Dónde está el partido de Anduva en este comentario? Me atribula este interrogante porque plantea serias dudas sobre mi capacidad analítica pero, tras examinar con detenimiento el remate o lo que sea de Salva Sevilla en el minuto quince, alcanzo la convicción de que encerrarme en lo sociológico es más productivo que analizar una categoría que de fútbol solo tiene las porterías. El jugador más destacado del Mallorca es Steve Nash, con millones de seguidores en Twitter.

Ya somos de Segunda, una hazaña sin precedentes. Hijos de un dios menor, solo podemos aspirar a una gloria menor. La isla de los millonarios ofrece un fútbol miserabilista. Por lo que hemos visto este año, y juro que he visto lo menos posible, podemos darnos por satisfechos.

¿Hemos de estar más felices por haber logrado el ascenso a Segunda que por haber perdido la final de la Recopa de Europa? Mi venganza por la humillación sufrida con la caída a Segunda B ha consistido en no contemplar ni un minuto de la eliminatoria que recupera la mitad del honor perdido. Entiendo el dolor de jugadores y directivos por mi gesto, pero no soy un aficionado de Segunda y vengo de ganar tres Champions consecutivas con el Madrid.

Lo bonito de un ascenso desde Segunda B es que puedes celebrarlo sin necesidad de conocer el nombre de uno solo de los jugadores del Mallorca. Es posible que el club hubiera obtenido mejores resultados alineando a la plantilla de los Phoenix Suns del mismo Robert Sarver, aunque un malévolo contestaría que los Suns también mejorarían en su vocación de colistas si se les sustituyera por los mallorquinistas en la NBA.

El Mallorca ha cumplido el requisito mínimo de ascender al primer envión. Sin embargo, el análisis en profundidad que aquí hemos acometido de la Segunda B no puede olvidar que el Mirandés ha sido el mejor equipo de la categoría, durante la temporada regular. Pues bien, en los escasos minutos que dediqué ayer a los castellanoburgaleses, hasta el Liverpool les hubiera creado problemas.

Cero a cero en Burgos, lleno absoluto en la conmemoración de Palma. Basta comparar ambos acontecimientos para certificar que los mallorquines, o incluso los mallorquinistas, andamos ayunos de motivos para la euforia y los exploramos en los lugares más inesperados. Un optimista concluirá que la ventaja de la Segunda es que tiene la Primera al alcance de la mano, aunque no necesariamente de nuestra mano.