Cualquier parecido entre lo ocurrido ayer y el fútbol es pura coincidencia. En la distante Miranda de Ebro no se consumó un fracaso deportivo, sino una catástrofe social. El Mallorca no ha hecho nada para salvarse. Mallorca, tampoco. El hundimiento del club es más grave que la caída de un Govern, de cualquier Govern.
De este naufragio no pueden desmarcarse ni los dignísimos aficionados del Atlético Baleares. La isla pierde uno de los muros que sustentaban su identidad cada vez más menoscabada. Esta fragilidad social ha contribuido a que bastara un leve empujón para hundir al Mallorca, equivalente al que desequilibró a Brandon Thomas en los minutos de descuento ante el Mirandés. El equipo de Etoo/Stankovic/Marco Asensio es hoy el equipo de Brandon, que al menos planta cara dentro de sus menguadas posibilidades.
Mallorca, porque de la isla entera estamos hablando, no ha caído en la categoría maldita. La maldición es la Segunda, la Segunda B no merece ni una nota a pie de página para un club que en su historial reciente luce una final europea, una Copa del Rey y la participación en la Champions.
Solo se puede hablar del Mallorca, y de Mallorca, en pretérito. Cabe vencer la nostalgia para dolerse de la supresión de los escasos vínculos que tejían algo parecido a una sociedad civil. El único grupo que congrega hoy a los mallorquines es la patronal del alquiler turístico.
Hasta la división secundaria nos quedaba grande. El mérito de haber confeccionado un equipo tan deplorable corresponde a Molango, el hombre que hablaba demasiado. La plantilla nunca entendió a este Sydney Poitier, que encandiló en Madrid a un Robert Sarver que recuerda a Spencer Tracy. El ejecutivo suizo guarda un extraño silencio desde la última visita a Palma de una propiedad marciana. Porque el Mallorca no pertenece a los mallorquines desde hace tiempo. Mallorca, tampoco.
