Los tiempos cambian, cantaba Bob Dylan, y ya ha llovido desaquel mes de octubre de 1963. De hecho los cambios se producen cada vez con mayor frecuencia, incluso antes de poder asimilarlos. Sólo tres años antes de que el poeta de Minnesota editara aquel tema, los anales de la historia registran el primer gran desplazamiento de aficionados mallorquinistas en barco a Valencia para conquistar en el viejo Vallejo, el campo del Levante, su primer ascenso a la división de honor.

Mucho más cercanos, pero a su vez devorados por la nebulosa de la memoria, quedan los del viaje a Logroño por vía marítima a Barcelona y posterior caravana de autocares hasta la capital de La Rioja en el ascenso de Serra Ferrer de 1986, la final de Copa ante el Atlético de Madrid en junio de 1991 de la misma mano y los amplios movimientos de otras citas como la de Valencia, contra el Barça, o de Elche, frente al Recreativo, además del famoso asalto a Birmigham para disputar la final de la última Recopa histórica al Lazio de Roma.

Las comparaciones son más odiosas que nunca si consideramos la causa de tales excursiones. Entonces había algo que ganar y ahora se trata de no perder. El Mallorca se ha pasado la mayor parte de su próximo centenario en Segunda División. Los poco más de tres lustros consecutivos que estuvo en Primera, en medio de brillantes luces y oscuras sombras que desembocaron en una situación insostenible y de la que formó parte uno solo de los consejeros actuales, Pedro Terrasa, constituyen una excepción puntual.

El futuro se vislumbra incierto. Y mucho. Incluso conservando la categoría. De perderla se convertiría simplemente en impredecible. Es de suponer que, atractivos del viaje aparte, porque Córdoba tiene embrujo pese a la invasión fenicia de su Judería, una representación de aficionados ha entendido la gravedad de la situación y no necesita otra astracanada de Claassen y compañía, puesto que no se mueve sin ella, para mostrar su apoyo al equipo, que no a los accionistas.