La apetencia era alta y la exigencia baja. Había ganas de jolgorio masivo. En estas condiciones al Dijous Bo le bastaban pocos ingredientes para triunfar. Los tuvo de sobra. Pudo reencontrarse consigo mismo, superar el paréntesis de la pandemia y dotar a Inca de elementos reiterados para volver a sacar pecho con la machacona promoción de feria de ferias o capital insular por un día. O dos, porque el Dimecres Bo ya es una sucesiva llegada de trenes que vierten gentes predispuestas a la bebida y a la calle discotequera sabedoras de que, por una vez, todo se perdona y tolera. El impacto económico y la salud social se miden desde otra dimensión en los días buenos del otoño mallorquín concentrados en Inca.
Es difícil no hallar algo atractivo en 250 paradas enlazadas a lo largo de cuatro kilómetros de extensión o en espacios urbanos convertidos en áreas temáticas de todo tipo de comercio. En último extremo, a uno le quedaba el recurso de entretenerse con el disfraz de vendedores vestidos al ample sin reparar en la disonancia con la tradición payesa. Precisamente el Dijous Bo tiene sus orígenes en estas gentes de la tierra, pero hoy no tiene tiempo de fijarse en minucias de fidelidades y respeto al legado recibido. Es el mero atractivo de la gente que llama a la gente.