Con la llegada del verano, muchos residentes de los pueblos topan con un verdadero quebradero de cabeza ocasionado por la deformación de la fiesta tradicional y la proliferación de otras concentraciones, llamadas neofiestas, que desembocan en un alto consumo de alcohol y calles repletas de suciedad y lesiones en el mobiliario urbano. Es un fenómeno social y por tanto también un problema cívico, que salpica de lleno a los ayuntamientos porque deben afrontar la reparación y porque algunos consistorios juegan a dos bandas, por una parte toleran y hasta animan los excesos mientras por otra hacen llamadas al buen comportamiento y al consumo responsable.
Felanitx, capital mallorquina de las verbenas, padeció en 2018 un verdadero encontronazo entre residentes y juerguistas desbocados, por decirlo de algún modo. Fue el punto de inflexión. Ahora, en el año postpandémico de la regeneración festiva, anuncia el afianzamiento de medidas que frenen el botellón, los horarios sin límite y la llegada de alteradores, sean etílicos o humanos. Será un blindaje policial. El alcalde lo llama «pacificación de la convivencia».