Ocho de la mañana de un domingo de febrero. Refresca. A esa hora, el manto de niebla aún no se ha disipado en esta finca de foravila. El paisaje aparece difuminado, casi irreal, y en él se adentra un grupo de cuatro hombres bien abrigados y acompañados de tres perros juguetones.

Esos hombres hacen montones de ramas de almendra y algarrobo, a las que prenden fuego.

Cuando se consumen, enfrían los restos y los van metiendo en barriles. Los tapan con un plástico y precintan el recipiente con cinta para que no entre el oxígeno y se acabe de asentar el carbón.

Son horas de trabajo. Horas de maniobras con el tractor, de trajinar las ramas, de encender el fuego, de esperar a que las brasas se apaguen... Horas de trabajo sin prisas, pero continuo, con frugal torrada de por medio. Llonganisses, botifarrons y xues se desparraman apetecibles sobre las rebanadas del pan payés. Unas mandarinas redondean el almuerzo.

¿El objetivo de esta jornada dominical? Producir la carbonissa con la que alimentar a los braseros de los hogares durante el invierno.

-¿Vale la pena este esfuerzo hoy en día en que hay tantos sistemas de calefacción? ¿No basta con encender el radiador?- le pregunta un observador a la persona que lleva la voz cantante en todo el proceso.

-¿Si merece la pena? Claro que sí. Los braseros te dan un calor especial. No sé cómo explicártelo. No sabes cómo disfruto el domingo cuando me pongo en mi hamaca tapado con una manta y el brasero debajo.

Lo explica Marcos, un mecánico de 52 años que llegó de la península hace casi cuatro décadas fogueándose como albañil primero y después en las minas de Alaró. Su padre era pastor, y Marcos recuerda cómo hacía carbón aprovechando la poda de las encinas. A su lado, asiente un amigo que le acompaña en la tarea:

-El brasero te da una temperatura permanente. Es una cultura que está totalmente en vigor, sobre todo entre la gente mayor de los pueblos.

Reminiscencia del pasado

Los braseros alimentados con carbón representan una de esas reminiscencias del pasado que recuerdan que Mallorca no fue siempre un paraíso natural reconvertido en una industria turística a toda máquina de rent a cars, todo incluido, urbanizaciones devorando la costa y beachclubs con mojitos prohibitivos. Como sucede con las matances, las fiestas tradicionales, la costumbre (ésta sí, en clara extinción) de dejar las puertas de las casas abiertas y la posibilidad de encontrar un pa amb oli a un precio asequible, es una de esas cosas que marcan la divisoria entre la foravila y las urbanizaciones de nueva planta.

Las raíces de este recipiente cóncavo que calienta aún las mesas camillas de muchos hogares mallorquines se adentran en la historia. Está documentado su uso en culturas antiguas como la romana y la precolombina, aunque en estos casos su utilización tenía un componente simbólico-religioso, a diferencia de lo que sucedería después.

En una época en que no había radiadores ni estufas de butano, los braseros alimentados con carbón se convirtieron en el centro de los hogares. Su ubicación estrella, debajo de las mesas camillas, encajada en un agujero abierto en una tarima de madera que sirve también para reposar los pies. Un foco de calor mientras uno come, lee o se echa la siesta durante los rigores del invierno.

Proceso de enfriamiento

Los cuatro hombres siguen trabajando en la elaboración del carbón en la finca de la comarca del Raiguer. Ya han acabado de sellar con un plástico los barriles. Se trata de que no entre el oxígeno para completar lo mejor posible el proceso de enfriamiento del carbón. Echan también un poco de agua en la tapa para contribuir a ese proceso.

-¿Cuánto les dura uno de estos barriles? ¿Un mes? ¿Todo el invierno?- les pregunta el observador.

-Pues... ¡depende de lo frío que sea el invierno! Y depende de lo que lo remuevas con la pala. Cuanto más lo remueves, antes se acaba- responde uno de los protagonistas de la jornada, antes de comenzar a explicar cómo acostumbran en su casa a elaborar uno de estos braseros tradicionales con carbón.

Cuenta entonces que muchos tienen la costumbre de utilizar una base de carbonissa forta, a base de cáscaras de almendra, por ejemplo. Y después, prosigue su explicación, se le pone la carbonissa fluixa, que es el carbón que están elaborando ese día en el campo.

-Y, encima de las brasas, se pone una lata agujereada. Nosotros le llamamos el ‘Diablillo’-continúa detallando.

-¿Cómo?- se sorprende su interlocutor.

-Sí, ¡el ‘Diablillo’! Se hace así para que el brasero haga una buena combustión- aclara el hombre, en alusión a los peligros del monóxido de carbono que genera este tipo de combustión, que en ocasiones ha causado víctimas. También ha sido y sigue siendo fuente de incendios.

En todo caso, los que no renuncian al brasero apelan a usarlo con sentido común, a airear la estancia donde se encuentre periódicamente, a mantenerlo limpio de residuos y a apagarlo cuando uno experimente algún tipo de malestar físico.

Los peligros

Posible acumulación de monóxido de carbono

Si el brasero está sucio, obstruido o presenta demasiada acumulación de residuos, puede llegar a producir una mala combustión, que deriva en la acumulación de monóxido de carbono. Al respirarse, puede provocar lo que se denomina ‘muerte dulce’, porque, como el gas es incoloro y no huele, la víctima no se da cuenta. En ocasiones sí que provoca malestar físico, como náuseas.

Es necesario un correcto mantenimiento

Para evitar este tipo de situaciones, conviene seguir una serie de consejos, como ventilar periódicamente la estancia donde se encuentre el brasero. Conviene además garantizar que el brasero esté limpio y no presenta una acumulación de residuos. Evidentemente, se desaconseja también usarlo mientras uno duerme, así como utilizarlo con precaución en las mesas camilla para evitar que éstas prendan.