Llegaba la cuaresma, solía asomar el buen tiempo primaveral y en todas las casas del pueblo se organizaba la tradicional y obligada tarea de emblanquinar, que consistía en blanquear con cal todas las dependencias del hogar. Una tarea que se había convertido en oficio o profesión de unas mujeres que la realizaban con suma destreza y pulcritud, las emblanquinadores.

Hoy todavía quedan en la memoria de los más viejos los nombres de ses Colaves, na Banya, na Contranya, ses Poncetes, ses Passines o na Denga, por nombrar algunas de aquellas reconocidas y populares mujeres.

Normalmente eran las amas de casa quienes se encargaban de contratar, con tiempo suficiente, a las blanqueadoras, pues en época primaveral tenían mucha demanda. Trabajaban en pareja cobrando un jornal preestablecido para una jornada laboral de ocho horas. Su trabajo consistía en encalar o blanquear todas las paredes y techos de las dependencias de la casa y además, con la ayuda de las amas de casa, limpiar con agua y lejía todas las puertas y vigas para después ungirlas con aceite de lino.

Diversos artículos publicados por Alexandre Ballester o Jordi Soler cuentan detalladamente cómo se desarrollaban aquellas tareas que todavía recuerdan las generaciones que han sobrepasado los 60 años de edad.

Para realizar el trabajo de blanquear era indispensable la utilización de una escalera de madera robusta de grandes dimensiones y altura suficiente para llegar a lo más alto de las paredes y al techo. Las escaleras utilizadas a propósito para aquellas labores eran dobles y unidas de manera que pudieran abrirse en forma de 'V' invertida, de escalones planos donde se colocaban las dos mujeres, una por cada lado.

A cada costado de la plataforma superior se colgaban los recipientes que contenían la cal líquida. Eran construidas por industriales carpinteros, que las alquilaban a tanto por jornada. Los más viejos recuerdan que se alquilaban en los talleres de Can Molondro, Cas Caminer, Can Campets y otros.

Biel Bennàssar Molondro, que todavía conserva en su taller familiar de carpintería una escala d'emblanquinar, dice que "la escalera con un suplemento de cuatro escalones para llegar a los techos más altos medía 2,50 metros de altura y por su alquiler se cobraban unas 300 pesetas por jornada".

Unos días antes de la jornada de blanqueo, el ama de casa se había preocupado de ir a comprar la cal en piedra para preparar la lechada de cal líquida, poniéndola en un recipiente con agua caliente y dejándola reposar. Un día antes se ponían en remojo las escobillas ( graneretes d'emblanquinar) para que fueran más suaves y no raspen las paredes o techos. La cal en piedra la vendían algunos almacenes de maestros de obra.

Además de la preparación de la cal y las escobillas, se preparaban cuchillos viejos o espátulas para rascar las paredes, papel de lija para el mismo fin, lejía, estropajos y trapos para limpiar las puertas y vigas del techo.

Para proteger los muebles y enseres de la casa de salpicaduras de cal, se procedía a su retirada de las dependencias, sacándolos al corral o a la calle y se tapaban con sábanas viejas guardadas a propósito los muebles de mayor tamaño que quedaban en el interior.

La operación de blanqueo solía empezarse por los cuartos dormitorios y salas de estar, habitaciones que estaban más limpias que las otras dependencias como cocina y comedor. El espacio más difícil, el que más se resistía a coger el color blanquecino de la cal era el llamado moro, el trozo de pared de la chimenea donde se encendía el fuego de leña y quedaba ennegrecida por el humo. Por ello necesitaba varias pasadas de cal.

La tarea de blanquear también tenía su propia 'tonada' interpretada con diversas letras. Una de ellas decía: Ai! hermosa guapa pintura / I regalo de los meus ulls / Ai! en so mirar-me me duis/ I el cor de la criatura / I el cor de la criatura / Ai! hermosa guapa pintura.

Todo aquel proceso de blanquear la casa cada año en primavera se repetía cada vez que hubiera acaecido una defunción. En este caso se blanqueaba la casa el día después del entierro y también se limpiaba el colchón sobre el que había guardado lecho el finado. En este caso no se cantaba.

Con el tiempo se fue perdiendo aquella tradición de emblanquinar y se puso de moda empapelar las paredes, más tarde pintarlas o aplicar sobre las mismas y los techos escayola u otros materiales que hacen más cómoda su limpieza sin necesidad de tanto trajín.