Seis meses después de la torrentada que mató a 13 personas en el Llevant de Mallorca, los vecinos de Sant Llorenç des Cardassar, el pueblo con el que se ensañó el diluvio, no pueden olvidar el miedo que pasaron aquel 9 de octubre ni la ola de solidaridad que después les ayudó a recuperar casas y negocios.

Arthur Robinson y su madre, Joana Lliteras, Bernat Estelrich, Rafel Gili, Joana Ballesteros, Gabriel Mesquida, Joan Grande, Andreas Körlin, Tine Noig y los matrimonios Delia y Anthony Green y Petra y Mike Kircher murieron ese martes arrastrados por el fango en la mayor catástrofe natural de la historia reciente de Baleares.

En Sant Llorenç, el torrente que en otoño sembró el pueblo y toda la comarca de destrucción está limpio y seco esta primavera. Aún hay viviendas en reparación y una que quedó en ruinas ha dejado paso a un solar que ampliará una plaza donde el Ayuntamiento planea instalar algún recuerdo permanente de la tragedia.

La calle en la que vive Aina estuvo tras la riada tomada por una multitud afanosa de soldados, agentes de cuerpos de emergencia y voluntarios. Hay varias casas clausuradas por obras, pero ella, con 87 años, sigue en la suya, por la que se desplaza con un andador que le da la autonomía justa para desenvolverse sola.

Se angustia al recordar con detalle cómo aquella tarde, cuando la casa comenzó a anegarse, subió a duras penas cinco peldaños hasta el rellano de una escalera interior y se sentó agotada sobre el octavo escalón mientras el lodo ascendía metro y medio sobre el suelo.

Tiene una laguna de memoria sobre el tiempo que pasó esperando la ayuda que finalmente le prestaron sus hijos, pero cree que la Virgen la amparó y también recuerda la ayuda que recibió después, que le ha permitido volver a habitar su casa.

Un poco más arriba en la calle trabaja otra Aina, una mujer más joven que regenta la cristalería familiar, donde la torrentada "se lo llevó todo", materiales, máquinas y vehículos.

Visto hoy, nadie diría que el negocio estuvo a punto de perderse. "Es un palo, te quedas sin nada (...), pero no hemos querido parar", explica la empresaria, que junto a su personal mantuvo la actividad desde el día 10, limpiando y habilitando su establecimiento con el empuje de cientos de brazos profesionales y voluntarios y ayudando en paralelo a vecinos que tenían que reemplazar ventanas perdidas.

Le brillan los ojos cuando rememora que el día 12 de octubre a algunos soldados de la Unidad Militar de Emergencias cuando, apenas amanecido, empezaron a tomar el pueblo miles de voluntarios llegados de toda Mallorca que convirtieron aquella jornada en una multitudinaria demostración colectiva de solidaridad. "Me acuerdo de ese día", subraya.

Ángela, que tiene una panadería a escasos metros del torrente, está muy agradecida por la ayuda externa y la de sus vecinos. "Todo el pueblo se ha volcado", resalta esta ecuatoriana afincada desde hace años en Sant Llorenç.

"Poco a poco nos estamos levantando", dice en un establecimiento completamente rehabilitado donde relucen un horno y unas neveras recién estrenadas. Asegura que nunca perdió la esperanza porque tiene "fe en Dios", aunque cuando se remonta a la mañana del 10 de octubre del año pasado le viene a la cabeza una imagen bíblica: "Parecía el fin del mundo".

Cerca, casi encajado en el cauce, está el hogar de Pere, quien la tarde-noche en que el agua rebasó el nivel de la cochera y subió más de metro y medio en la planta principal se refugió con su esposa y dos nietos en la boardilla.

Todo el interior de la vivienda, del sistema eléctrico a los muebles, ha tenido que ser rehecho, pero él lo explica con estoicismo, al fin y al cabo ha contado con ayuda, tanto oficial como improvisada, y su familia no ha sufrido una desgracia como la de su amigo Bernat, uno de los fallecidos.

Ningún detalle de la noche del 9 al 10 de octubre parece haberse perdido en la memoria de Raúl, dueño con su esposa Juana Mari del bar restaurante Sa Cova, a la entrada del pueblo, que se convirtió en el centro de operaciones del dispositivo de emergencias.

A partir de aquella madrugada, en Sa Cova se sirvieron unos 9.000 cafés y miles de bocadillos a guardias civiles, policías, bomberos, personal de emergencias y periodistas, un trabajo extenuante del que Raúl no se queja, porque le ha reportado el cariño de algunos de aquellos profesionales que pasan a verle de tanto en tanto e incluso de la familia de Arthur, el niño cuya búsqueda durante ocho días añadió un dramatismo cruel a la catástrofe.

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