La calidad y propensión del terreno hicieron que a principios del siglo XX Felanitx fuera tierra de barro y cal. Un material este último tan austero como útil, tan laborioso como productivo y cuya historia está siendo elaborada desde hace unos años por los expertos Joan Mestre, Manolo Espinosa y el geólogo Lluís Moragues, cuyo estudio ofrecerá ingentes datos sobre esta semindustria felanitxera, no tan enfocada al mercado como a la necesidad.

A finales de siglo no había industrial como tal que se dedicaran a hacer cal de manera regular, así que los hornos eran artesanales, explica Mestre. Con forma de tronco cónico, éste se rellenaba de piedras y se dejaban cuatro foganyes abajo por los que poner leña o carbón.

Cuando el material prendía, el peso de la piedras de arriba, que cuando llegaban a una temperatura de entre 900 y 1.000 grados centígrados se iban descomponiendo y calcinando, hacía que abajo del todo quedara el carbonato cálcico. "Los antiguos calciners conocían perfectamente qué leña utilizar dependiendo de la acidez de la piedra". "Aquellos primeros hornos servían para aprovechar el carbón sobrante que también se extraía de la zona", recuerda Mestre. Entre los numerosos usos de la cal estaban la aplicación en casas, la fitosanitaria o para enterrar animales en foravila.

Para entender cómo funciona el proceso químico es necesario saber que la piedra caliente va soltando dióxido de carbono. El material se va descarbonatando hasta quedar en lo que se conoce como cal viva (óxido cálcico), que se caracteriza por tener una molécula inestable y ávida de agua; lo que hace que con la humedad ambiente se hidrate y se descomponga en polvo (hidróxido cálcico). Conseguido el material, en polvo o en pasta (con agua), ya está preparado para formar parte de la construcción para ser mezclado con áridos o hacer morteros o polvo de mármol para estucados, dependiendo de la finura.

La otra forma habitual de conseguir cal era con el conocido como forn de garriga, hecho con trozos de la limpia de alguna zona boscosa, para eliminar así tanto leña como piedras inútiles para el campesino. En este caso se construía como una especie de olla que después se cierra con una bóveda hecha por aproximación, que después se allana sobre el terreno con guijarros.

Se rellenaba de piedras y se dejaban dos bocas para ir avivando. Este tipo de hornos podían llegar a tener doce metros de diámetro e ir quemando hasta dos semanas y media o tres.