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Los okupas no discuten con el buen gusto

Antes que una reacción brusca o desesperada alimentada por la necesidad de intimidad y cobijo, el ejercicio de la práctica okupa es hoy en Mallorca, en muchos casos, una actitud, una vigilancia constante que sabe aprovechar el oportunismo del vacío legal. Es también un modo de protesta frente a bienes y exhibiciones ajenas en los que no tiene reparo alguno en entrometerse. El okupa se toma unos derechos y libertades que no siempre respeta en sentido inverso. Por eso mismo el okupa no discute con el lujo o el buen gusto. Es más, es capaz de aliarse con ellos y hacerles creer que les está haciendo un favor desde el momento en que se inmiscuye en su exclusividad.

Se ha visto estos días en Son Coll de Artà y ya existían precedentes en Santa Ponça y Costa de la Calma, en Calvià. Georges Berres ha ocupado la finca de los líos de Boris Becker en Artà ante el asombro de unos, la incomprensión de otros y la inoperancia de las autoridades que dicen no poder intervenir porque es un asunto privado y nadie ha presentado denuncia. La cuestión toma relevancia mediática dada la fama del perjudicado, un tenista que, desde la distancia dice que la finca ya no es suya. Pero el okupa y sus seguidores aprovechan el gancho para divulgar su modo de vida y dar a entender que Son Coll estará cuidado y tiene perspectiva de usos comunitarios. Han decidido de forma unilateral cambiar alquiler por trabajo. Ellos se lo guisan y se lo comen en casa de otro.

El fenómeno de pasar a vivir por las bravas en casa de otro es una afrenta directa al sentido y el derecho de la propiedad privada. También la expresión de un vuelco en los principios y las convicciones personales. Parece claro que se ha instalado para quedarse, aunque de tanto en tanto se vea obligado a hacer mudanza. Ha aprendido a sobrevivir en la intersección de culturas y principios.

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