­El capitán Bayo desembarcó en las costas del levante mallorquín el 16 de agosto por orden del gobierno republicano. Ante el fracaso de sus tropas en el intento de recuperar Mallorca, la tarde del 4 de septiembre de 1936, el militar ordenó el reembarque de forma apresurada y desordenada. Sus naves emprendieron rumbo hacia la Ciudad Condal.

Ya hace 75 años de aquel 4 de septiembre que cambió la vida a muchos mallorquines. Se embarcaron en los buques hospital Marqués de Comillas y Mar Negro, que, junto a los antiaéreos Jaime I y Libertad formaban parte de la armada republicana de cuatro mil hombres. Fueron hombres y mujeres de todas edades, niños y familias enteras de Son Servera y Sant Llorenç. Eran esos que, días atrás, se habían refugiado en los montes, huyendo del avance de las tropas nacionales

La serverina María Llull Ignacio, de 93 años, fue testigo viviente de lo que sería una odisea familiar de tres años. "Mis padres y mi hermana, junto con otros familiares y amigos, llevábamos días en la casita de Cala Bona, huyendo de las fuerzas fascistas. Aquella tarde vinieron a avisarnos para que fuéramos a la playa de sa Coma para evitar ser víctimas del enemigo", afirma Llull.

Así lo hicieron decenas de refugiados en las diferentes barcazas que les conducirían a los buques que comandaba Alberto Bayo. Todos marcharon con lo puesto. "Yo solo llevaba el bañador con el que había estado jugando en la playa aquel día", recuerda.

Destino: Menorca

Aquella operación de reembarque de las tropas republicanas no estuvo exenta de confusión, sobre todo en el contingente civil que participaba en la retirada. El capitán Bayo había pactado con sus superiores la condición de engañar a los que huían para evitar una posible sublevación. Les dijo que la expedición se dirigía a Palma, que allí había refuerzos y que así sorprenderían a los nacionales en la reconquista de Mallorca.

Llull cuenta que, con las prisas para subir a bordo de las barcazas, su madre le aconsejó que cogiera la mano de una persona amiga, mientras sus padres lo harían junto a su hermana mayor, Magdalena. Tal decisión provocó que ellos embarcaran en el Marqués de Comillas y Llull en el Mar Negro. Más de una familia viajó sin saber nada unos de otros. El Marqués de Comillas enfiló rumbo a Barcelona y el Mar Negro hacia Valencia. Tras un par de travesías, "el reencuentro fue días después en Menorca", explica.

Pero no fueron viajes de placer. A bordo, llantos, vómitos y caras de preocupación ante la incertidumbre de un destino oscuro que cada uno imaginaba a su manera.

La expedición civil fue bien acogida en Maó por los militares republicanos –que mandaban la plaza– y por los propios menorquines, que prestaron apoyo hasta que cada familia se fue situando en la que sería su nueva tierra durante tres años. Para algunos la odisea duró bastante más. "Mi hermana fue acogida por la familia de un oficial militar hasta que nos proporcionaron una casa en la calle de San Sebastián. Fue nuestro hogar hasta que regresamos a Mallorca cuando terminó la guerra", narra la serverina.

Para subsistir, Llull comenta que su padre Llorenç realizaba trabajos de carpintería en la base militar de la Mola. Su madre Rafela limpiaba las dependencias militares. Y su hermana trabajaba de pantalonera en la sastrería Terrades. Todos percibían sus correspondientes salarios. "Yo era muy joven para según que trabajos y ayudaba en las tareas del hogar", apunta esta testigo de la guerra.

Las cosas se complicaron para la familia Llull Ignacio, cuando el 1 de noviembre de 1938 murió el padre. El dolor familiar fue enorme. Mientras tanto, la familia seguía sin noticia alguna del hermano mellizo de Magdalena, Joan, que permaneció en Mallorca cumpliendo el servicio militar en el ejército nacional.

Aquel largo y complicado episodio marcó el futuro sentimental para las dos hermanas, Magdalena y María. Ambas conocieron a los que años después se convertirían en sus respectivos maridos, Emilio y Toni, un pobler y un palmesano que realizaron en Menorca el servicio militar. El estallido de la guerra les retuvo allí durante los tres años de conflicto.

Terminada la guerra se produjo el ansiado regreso de los refugiados a su pueblo. Un retorno que, según cuenta Llull, no fue nada agradable. "Nos encontramos con un recibimiento hostil, de menosprecio, casi humillante por parte de amigos y familiares. Nos miraban con aire de estupor simplemente por considerarnos rojos", cuenta la serverina.

No les resultó fácil rehacer la convivencia con sus vecinos. Son Servera había quedado prácticamente en ruinas y sin recursos para la subsistencia. De ahí que la madre de María Llull, viuda y con tres hijos solteros, decidiera irse a vivir a Palma. "Nos instalamos en un piso en la barriada dels Hostalets", recuerda a sus 93 años. "Mi madre encontró trabajo como guardiana de noche en el manicomio. Mi hermana continuó de pantalonera en la sastrería Cantallops, de la plaza de Cort, y yo empecé a trabajar en Ses Sedes, una fábrica de hilos y bobinas. Allí estuve hasta mi jubilación", detalla.

El estraperlo por negocio

Las penurias agudizaron el ingenio de la familia con la intención de mejorar su situación económica. "Mi madre Rafela decidió dedicarse al estraperlo, algo habitual en aquellos años de hambre y penurias", asegura.

Se trasladaba cada semana en tren a sa Pobla, donde se abastecía de alimentos tales como harina, fideos, legumbres y patatas que vendía clandestinamente en su piso dels Hostalets, "siempre con el riesgo que suponía salvar los controles de la Fiscalía de Tasas".

La situación familiar les obligó "a malvender la casa de Son Servera" y se instalaron en Palma. Su cuñado Emilio se licenció pocos meses después de acabar la guerra. Sin embargo, su novio Toni, quedó arrestado en Menorca durante tres años. Emilio y Magdalena contrajeron matrimonio en 1942 y se fueron a vivir a sa Pobla. María y Toni se casaron en 1946.

Ahora María Llull vive sus días en la casa de su hijo Llorenç, en el Pla de na Tesa. Ella muestra una sentida emoción cuando recuerda y narra aquel episodio de su vida. Y al pronunciar el nombre de Franco o la palabra fascistas baja el tono de su voz, como si de algo impronunciable se tratara.