Las cotas más altas de montañas y sierras, en tierra continental o reserva insular, siempre han sido plaza codiciada por el hombre. Lejos de venerarlas desde la distancia, necesita tomar posesión de ellas en ese inconfundible afán de elevarse como pequeño dios de todo lo terrenal. Por supuesto, el Puig Major no se escapa de ello. Las actuales generaciones de mallorquines están acostumbradas a verlo como algo inaccesible y no precisamente por la dificultad de escalada que representa. Su valor estratégico propicia que se consagre como clausura de la defensa –ahora sólo nacional, se supone– y de las comunicaciones clave para un espacio de fronteras complejas.

Por supuesto, no traspasaremos el umbral de la seguridad militar, pero sí nos congratularemos de la flexibilidad que permite, por lo menos en parte, que el Puig Major pueda reconciliarse con sus orígenes, la tierra que lo sustenta y las gentes que se acogen a su sombra. En su reincidente necesidad de resaltar lo que es trabajo ordinario, autoridades de todo signo y rango se posaron ayer sobre la máxima altura insular para pregonar a los administrados que quedaban bajo sus pies, que el lugar recupera algunas capillas como santuario de la flora autóctona amenazada. Le dejan hacer su función natural, vaya. Plantas endémicas bajo tutela militar y semilla política. La vida es así de compleja. La presentación fue un tanto exagerada y poco acorde con la fragilidad y anonimato que caracteriza a las plantas que tienen su hábitat natural en las Serra de Tramuntana. Algo se ha recuperado aunque sea con abono propagandístico exagerado.