Lejos de la hospitalidad responsable y consecuente, estamos demasiado acostumbrados a abrir las puertas de par en par por pura inercia mediterránea, comodidad o curiosidad atractiva hacia todo aquello que se aproxima del exterior y que, de entrada, resulta más bonito y deslumbrante. Como, además, solemos hacerlo sin reparar en climatologías, corrientes de aire o el sello de modas fugaces, nos entra cualquier cosa por falta de filtro y control. Por eso hemos acabado cediendo la isla a las plagas y nos hemos degradado hasta la condición de súbditos bajo el gobierno despótico de la oruga exótica que con todo se ha atrevido, excepto las principales instituciones mallorquinas, porque en ellas ya no queda nada por roer. Buena parte de sus inquilinos políticos ya se han encargado de carcomerlas en los últimos tiempos.

Existe una inmigración vegetal mucho más peligrosa y todavía menos regulada, y ya es decir, que la humana. Nos hemos convencido de que una palmera transgénica viste mejor el jardín que un matorral aromático y hemos profanado al tomate de ramellet postergándolo en beneficio de otras variedades insípidas pero abrillantadas. Comemos por la vista que no alimenta en una desnutrición cívica que ha acabado reportándonos hasta cuarenta plagas desconocidas hasta ahora en los huertos y jardines de la isla.

Ni siquiera habíamos previsto o evaluado tal posibilidad. El resultado es que sólo nos hemos percatado de tal drama y del gran perjuicio económico –estricta impotencia desesperante para el agricultor– cuando nos hemos encontrado con el tomate y la naranja podrida. Ya estamos advertido de que ahora los pimientos pueden comenzar a poner sus pezones a remojar. Todo ha sido tan rápido que nos hemos rascado por el picor de las nuevas plagas antes de aprender el significado de ´picudo rojo´ o saber distinguir entre el objetivo vegetal de la oruga del tomate y el del piojo de California.

La cuestión va mucho más allá de lo ocasional o exótico. Los productores de tomate se ven abocados a plantearse en serio el cambio de actividad y los técnicos tienen milimetrado el análisis y las causas pero las larvas siempre se les adelantan antes de dar con la solución o la prevención.

Mallorca pierde el gusto y el sabor autóctono o, en el mejor de los casos, los ha relegado a la exclusividad de colectivos y personas sensibilizadas. El mal no es que hayan sido sustituidos por otros de aparencia más exótica. El drama real, el peligro efectivo, está en que han quedado a merced de insecticidas y pesticidas. Y eso escuece de verdad.