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Maria, atropellada sobre una acera de Palma por un patinete

La pierna de Maria, atropellada en una acera de Palma por un patinete.

Maria Fuster tiene más o menos mi edad y está ingresada en Son Espases. Tiene la pierna destrozada, con tres fracturas en tibia y peroné. No, no resbaló caminando por rutas de montaña, a las que siempre ha sido aficionada. La atropelló un patinete el jueves pasado por la tarde, cuando salía de un comercio en Palma. Regresaba de su clase de Pilates y un joven, circulando rápido sobre su vehículo de movilidad personal por la acera, se estrelló contra ella. Quedó tendida en el suelo, con el pie fuera de sitio, muy dolorida e indignada.

A Maria le ha cambiado la vida, para mal, como mínimo durante bastantes meses. Se ha sometido a una intervención quirúrgica y le esperan más, además de rehabilitación, mucho esfuerzo y dolor. Y depender de terceros para poderse valer en el día a día. Placas, hierros, tornillos, calmantes…, son palabras que ahora sufre en carne propia y conoce bien, porque es auxiliar de enfermería.

Esta mujer sabe, desde hace tiempo, que los patinetes provocan problemas importantes. Los impactos son más contundentes que los de las bicis, para quienes los conducen y para quienes son víctimas de su atropello. Roturas y conmociones son más graves. Hay estudios que hablan de que las víctimas mortales, en proporción a su uso, superan a las de los automóviles y motocicletas.

En esta ciudad no hay más atropellos de sufridos viandantes de puro milagro. Y porque cuando caminamos reprimimos nuestra libertad de ciudadanía que tiene derechos, vigilando a nuestro alrededor antes de dar un paso en las aceras, por culpa de quienes se muestran más agresivos. Pese a todo, demasiadas veces, nos arrollan. Es la ley del más fuerte. El espejismo de una ciudad amable y segura se va difuminando porque el egoísmo innato, manifestado en incivismo agobiante, se ha apropiado de Palma.

Esta mañana, a las 7,30, he parado a un hombre en patinete que se deslizaba pegadito a las fachadas a una velocidad media, pongamos de 10 km/h. He utilizado mi técnica de embestirle con mi carrito de la compra y no ha tenido más remedio que detenerse. ¿Quieres que te enseñe la foto de una amiga ingresada en Son Espases, con secuelas graves, porque la atropelló un patinete al salir de una tienda? – le he dicho. Y he continuado: El tipo circulaba, como tú, en espacio peatonal y junto a los edificios. ¿No te das cuenta de que si sale una persona de cualquier portal te la llevas por delante, sin querer, pero te la llevas? ¿No sabes que está prohibido ir por las aceras? ¿No sabes que hay un carril bici en la acera de enfrente? Todo eso le he soltado mientras él, cosa rara, no intentaba sortearme y seguir lanzado. Ha musitado un «tienes razón» y nos hemos despedido. Un caso raro. Ayer tarde, al salir del trabajo, no tuve el mismo resultado. La niñata con auriculares a la que recordé que no podía circular por la vereda sobre su artilugio eléctrico balanceó la cabeza, como si yo fuera una maniática y repitiendo despectivamente la frase «sí, vale, sí, vale», aunque en realidad quería decir «seguiré haciendo lo que me dé la gana», continuó veloz por las baldosas, como si nada.

Por supuesto, a la policía sigue sin vérsele ni por casualidad. Si la llamas por otros motivos seguramente acudirá, pero encontrártela rondando por la calle y quitando trabajo a mi carrito de la compra, nunca la he visto. Y no es culpa de los agentes, es culpa de una organización ineficaz.

El joven del patinete que atropelló a Maria en la calle Francesc Fiol i Joan, perfectamente podría haber ido por la calle paralela, la de l’Emperadriu Eugènia, en la que hay un carril bici. Pero es más cómodo ahorrarse unos metros y saltarse los derechos de los otros. El problema es que ese ahorro innecesario le ha costado muy caro a una mujer y quizás a él mismo, que repetía «lo siento, lo siento», aunque ya era tarde. Y el coste no solo es en dinero, en molestias o en tiempo, también lo es en sufrimiento físico y no físico.

María dice, generosa: «Cuéntalo. Quiero ayudar a otras personas». No quiere que estos hechos dolorosos sucedan a más gente.

Debemos conseguirlo. Hay que decir basta al incivismo agresivo. Debemos caminar sin miedo por las aceras y dejar que los niños pequeños correteen con seguridad. No bastará con añadir al carrito de la compra una estruendosa bocina y hacerla sonar al oído de quienes se creen impunes, cabalgando sobre sus artefactos mal utilizados y casi asesinos. Habrá que pensar y hacer algo más. Para empezar, que los responsables políticos tomen conciencia, como me dijo María.

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