La historia del cementerio de Palma comienza el 3 de abril de 1787. Este día, Carlos III firma una Real Cédula en la que se establece que los lugares de enterramiento se construirán fuera de las poblaciones, en sitios ventilados y distantes de las casas de los vecinos. Lograr que se firme esta medida higiénica ha supuesto recorrer un largo camino en el que el intento modernizador del monarca ilustrado se ha encontrado con una fuerte oposición: la de la Iglesia. Conseguir que la voluntad del monarca se haga realidad supondrá otro calvario. Los obispos y párrocos no quieren perder su monopolio sobre la muerte, que además les reporta beneficios por los derechos de enterramiento.

En Palma existían cementerios parroquiales como el de Santa Eulàlia. El Hospital General tenía su propio camposanto, llamado el Camp Roig en un terreno donado por Mateu Roig para los fallecidos en el centro sanitario.

En Mallorca hacen oídos sordos a la Real Cédula de 1787 hasta que en 1804, el liberal e ilustrado Bernat Nadal i Crespí, entonces obispo de Mallorca, encarga el proyecto de cementerio a un arquitecto italiano. Se busca un lugar adecuado extramuros de la Porta de Santa Catalina. Nadal murió en 1818 sin que el proyecto se hubiera convertido en realidad. El proceso se complica hasta que se encuentra otro lugar adecuado. Se trata de Son Tril·lo, una finca situada un kilómetro extramuros de la ciudad. La lejanía del centro marcó durante décadas los ritos funerarios de los palmesanos. Solían acompañar el cortejo hasta las Quatre Campanes, en la unión de las avenidas –antes ocupadas por las murallas– y la calle Jesús. A partir de este punto solo continuaban los familiares más cercanos.

Estas complicaciones y polémicas explican que Palma no se cumpla la orden de Carlos III hasta 34 años después. Es el 24 de marzo de 1821 cuando se bendice el cementerio palmesano, según explica la propia Empresa Funeraria Municipal en su web. En estos días se cumplen dos siglos de este cambio radical en la sanidad mortuoria. El primer enterramiento no se documenta hasta 1825. La zona más antigua es la que hoy ocupa el denominado sector 2. La obra se ha ejecutado sin un plan claro –los planos del arquitecto se habían perdido– y las sepulturas se colocan en hileras, una al lado de otra y en cuadros. El resultado es caótico e incluso hoy resulta difícil y arriesgado moverse por esta zona.

En 1892 ya se actúa de forma más ordenada gracias al trabajo del arquitecto Bartomeu Ferrà. Pero es Gaspar Bennàzar, arquitecto municipal, quien en 1917 diseña la primera ampliación –la zona más próxima a la ciudad, donde se encuentran la puerta principal y la capilla– con un gran paseo, vías anchas y zonas ajardinadas.

En 1958 se emprende un segundo proyecto de expansión, que coincide con la construcción del imponente mausoleo de la familia March. En 1970 se desvía sa Riera para que el cementerio siga creciendo. Años después llegará la última ampliación en los terrenos de Son Valentí.

Símbolos y artistas

El camposanto es una exposición de arte y símbolos al aire libre. Un paseo entre las tumbas permite contemplar reproducciones de las letras griegas alfa y omega –principio y fin–; guadañas –la herramienta de la muerte–; columnas truncadas –símbolo de una vida rota–; cráneos y esqueletos –lo que se mantiene tras la descomposición de la carne–. Pero en una cultura cristiana el elemento más repetido son las cruces. Y los ángeles, que ofrecen una imagen más amable del personaje que ayuda al humano en su tránsito. Y también jóvenes mujeres dolientes, que lloran la muerte del ocupante de la sepultura.

Esta simbología, casi siempre ejecutada en piedra, da paso a una economía de la muerte que necesita la implicación de numerosos artesanos. Y artistas, porque algunas de las esculturas son verdaderas obras de arte. Los escultores que esculpen estos monumentos funerarios casi nunca firman estas obras, que consideran alimentarias. Sin embargo, investigaciones como las de Carlos Garrido han permitido identificar a los más destacados estatuarios de los siglos XIX y XX entre los ejecutores de las piezas.

Entre ellos destacan Miquel Arcas, Horacio de Eguía (autor del Ramon Llull del Passeig Marítim); Tomás Vila (el payés del Mercat de l’Olivar); Joan Grauches (que esculpió al navegante Jaume Ferrer de la plaza de ses Drassanes), Marc Llinàs o el catalán Joan Borrell Nicolau.

La nómina de arquitectos es larguísima y solo se pueden destacar algunos. Gaspar Reynés y Coll (1845-1911), Jaume Alenyá (1869-1945) –que trabajó en el Gran Hotel–, Gaspar Bennàzar (1869-1933) –presente en buena parte de los edificios del Born–, Bartomeu Ferrà (1843-1924) –cofundador de la Societat Arqueológica Lul·liana), Guillem Forteza (autor de la mayoría de escuelas durante la República), Francesc Roca i Simó (Can Casasayas), Gabriel Alomar Esteve (Jaume III), Francesc d’Assís Casas (Hotel Nixe) o Antonio García Ruiz.

Una tumba que llama la atención es la del tenor Francesc Uetam, en la que una fama con formas femeninas turgentes custodia una lira con las cuerdas rotas –otra vez la simbología de la muerte–, dos máscaras y un diapasón –el teatro y la música que se unen en la ópera–.

Desde el punto de vista arquitectónico, destaca el mausoleo de la familia March. Es obra del arquitecto Gabriel Alomar. En su exterior destacan los ángeles de la fachada, obra de Horacio de Eguía, y en el interior los mosaicos del francés Robert Berthelot.