Un músico sin turistas que le den unas monedas cuando toca el saxofón en la calle, un cocinero sin hoteles donde pedir trabajo, un empresario expulsado de su casa y acuciado por las deudas, obreros que no pueden aspirar a un alquiler por la incertidumbre laboral, parados que salen a diario a buscar lo que tanto escasea a causa de la pandemia de la Covid. Todos ellos y muchos más -hay alrededor de 40- malviven en un asentamiento en Palma, frente al paseo Marítimo [vea aquí las imágenes]. Antes de la crisis eran una veintena de sin techo, aunque la cifra se ha duplicado porque "todo puede cambiar de la noche a la mañana. Le puede ocurrir a cualquiera, quedarte en la nada, una experiencia que no deseo a nadie pero que te pone los pies en el suelo".

Lo dice Biel, a quien le pasó eso mismo hace menos de un año. Durante el estado de alarma ha revivido su historia de "caída a lo más hondo y supervivencia, con dignidad", escuchando a los que acudían a este refugio. "Lo peor es el primer día, la vergüenza que tienes cuando vas a un comedor social, al no saber dónde dormir o al ponerte ropa donada y pensar que antes te la podías comprar", enumera. Los que se han visto abocados a la indigencia en estos tres meses de confinamiento lo han tenido aún peor, porque los comedores sociales se cerraron y los albergues y polideportivos destinados a ellos se llenaron de inmediato.

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"Hasta la policía nos traía gente y llegamos a alcanzar el medio centenar de personas", casi todos de sectores tan variados como la construcción, la restauración, el transporte, la comunicación o la náutica. "Excepto cuatro o cinco drogodependientes crónicos, la mayoría somos trabajadores y hay padres de familia que tienen que pagar la manutención de sus hijos, por lo que el dinero no llega para todo", argumenta.

Biel es el coordinador de facto de este asentamiento desde que se estableció allí tras el verano del año pasado y, con la ayuda de un grupo de voluntarios, limpió en profundidad y ordenó el amplio recinto ubicado bajo la zona verde frente a Emaya, junto al llamado parque Pocoyó. Incluso colocó a las mujeres en una parte y a los hombres en otra "para evitar líos", aunque con el reciente aumento de usuarios se ha desdibujado esta distribución. Antes el lugar era conocido por la cantidad de basura que se acumulaba en su interior y por los toxicómanos que lo frecuentaban. "Cuando llegué, puse unas normas de convivencia y la primera es que está prohibido pincharse. Solo pueden hacerlo en las escaleras y tienen que dejar en un cesto las jeringuillas, que después tiramos".

Las otras normas básicas son: "nadie entra en 'casa' de nadie, no se puede 'perder' nada y silencio absoluto a medianoche, porque esto es una caja de resonancia y podemos molestar a los vecinos. Como los músicos se enteren de lo que amplifica, querrán venir a ensayar", bromea el coordinador. En serio afirma que "quien no las respete, no entra más"; y espera que el asentamiento "siga igual o mejor" el día que finalmente se pueda marchar. Otro requisito para una buena convivencia es la limpieza y, durante las semanas álgidas de la Covid, cumplieron las normas sanitarias. "Teníamos mascarillas y un termómetro para medir la temperatura, y no hubo ningún enfermo, aunque nadie vino a hacernos los test PCR", tal como reprocha.

Piden una habitación

El saxofonista Antonio Abreu es el más veterano del asentamiento y el cocinero Juan, el más reciente, ya que llegó esta semana tras ser echado de una vivienda okupada. Ambos, como la mayoría, piden a las administraciones públicas un lugar donde vivir en condiciones, no en habitáculos construidos con maderas, cartones y mantas. Hay un par de pladur, que sigue siendo insuficiente. "Yo necesito una habitación. No importa que sea grande o pequeña, pero sí que necesito que el Ayuntamiento o las autoridades competentes, quien sea, me den una ayuda, ya que en todo este tiempo nadie me ha dicho nada, y he buscado", cuenta desesperado Abreu.

Su música sonaba en la plaza de la Llotja y otras zonas turísticas del centro los últimos veranos, "cogiendo euritos y euritos. Así llevo viviendo tres años, y ahora, peor. No vendrán los cruceros ni habrá turistas y será peor", repite. Juan le da la razón y se pregunta "¿dónde trabaja uno?" con una profesión, la suya tras los fogones, que se topa con "hoteles que no abren y restaurantes cerrados". Por eso continúa "malviviendo, porque no está la cosa bien"; y quiere que en vez de "un paquete de galletas y un bote de leche" les ofrezcan una alternativa a este asentamiento. "La comida ya me la buscaré yo. Necesito un techo", ruega. Ni él ni otros que se suman a la conversación pero prefieren no dar su nombre entienden por qué hay "ayudas y no soluciones". Biel comparte estas opiniones y reclama a la administración "que apruebe cuanto antes una ley de emergencia habitacional".

Luciano es uno de los trabajadores de la Cruz Roja que realizan un seguimiento periódico de los sin techo y esta semana acudió al recinto frente al parque Pocoyó. Al preguntarle por las alternativas, citó los albergues públicos, como Ca l'Ardiaca, desde donde se está gestionando la lista de espera para ocupar los inmuebles que el Obispado ha cedido debido a la crisis de la Covid. Sin embargo, ni Biel ni Antonio quieren saber nada de los albergues, entre otras cosas porque "tienen un horario muy estricto". "Cuando trabajas hasta tarde, como yo, y no llegas a tiempo antes del cierre, pierdes la cama y te vuelven a poner en una lista. En el caso de Antonio, ¿va a tener que dejar una buena noche de propinas por su música para no perder la plaza?", se cuestiona el primero. Es una de las razones por las que muchos prefieren los asentamientos.

Las infraviviendas creadas por ellos mismos son un poco más habitables gracias a los artículos, ropa y comida que les llevan los voluntarios. Están enormemente agradecidos, aunque les gustaría no haber tenido que tocar fondo para conocer gente tan buena.