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Palma a Palma

El piano invisible

El piano invisible

Recuerdo con agrado cuando vivía en el Terreno. Muchas mañanas, al canto de los pájaros que pululaban por el árbol de al lado se unía el sonido de un piano. Era una música muy bien ejecutada. Profesional. Que te hacía frotar los ojos y abrir la persiana mientras sonaba un Chopin. Las casas blancas, los jardines. Cada día pensaba que era realmente un privilegio.

Años más tarde vivía en pleno centro. Y mi vecino de arriba, arquitecto, cumplió el sueño de su vida y se compró un piano. Cada tarde, cuando regresaba del estudio, estaba un buen rato ensayando algunas melodías simples. Una y otra vez. Luego, si me lo encontraba en la escalera, se disculpaba profundamente. Yo le decía que no. Que no me molestaba en absoluto. Todo lo contrario. Y era verdad. Me resultaba sumamente agradable escuchar aquellas notas, aunque fueran torpes y repetitivas. Me era igual.

En Suiza viví en un piso cuyo vecino, al que no llegué a conocer jamás, solo tocaba "Lady madonna". Una y otra vez. No tenía más repertorio. Y a pesar de todo me gustaba. En Barcelona, vivía al lado de un chico muy conflictivo que chillaba y daba golpes salvajes. Hasta que le regalaron un piano. A partir de ese momento, se calmó. Y tocaba bastante bien esas melodías tan populares de principiantes. La música amansa a las fieras.

Muchas veces he reflexionado sobre ello. El piano de otro piso es una especie de presencia acogedora. Llena los silencios de tu casa con la intuición de un sentimiento humano. A veces, parece que tú también intentes encontrar esa frase que no le acaba de funcionar al pianista invisible. Pero no te exaspera, ni te pone nervioso. Piensas que ya le acabará saliendo. El piano invisible se convierte en parte de tu paisaje íntimo. De tu familia sonora.

Incluso, cuando durante varios días no suena, lo echas de menos.

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