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Alexa

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Lo último en domótica es un altavoz inteligente. Se llama Alexa, y posee acceso a todos los servicios y la información en la nube. Tiene un aspecto inofensivo. Un pequeño círculo o cilindro. Del que sale una voz insinuante que responde a todas las peticiones de su dueño.

"Alexa, enciende la luz número 1". Y desde el dispositivo se acciona la susodicha luz. "Alexa, apaga la luz 2". Y la luz se apaga sola. "Alexa, ¿qué tiempo va a hacer hoy?". Y el robot te conecta a una página meteorológica con la información más reciente. "Alexa, pon música relajante". Y comienzan a sonar melodías "chill out". "Alexa, pon una canción de los Rolling". Al poco, ya suena Satisfaction.

Todo lo que circula por internet desciende al apartamento gracias a los buenos oficios de Alexa. Que se limita a parpadear una lucecita como señal de inteligencia. Y escucha, sobre todo escucha.

Uno no puede sino recordar al mítico Al de 2001, Odisea del Espacio. Aquella mente inteligente y controladora, que acaba por tomar las decisiones por sí misma. Hasta el punto de imponerse a los humanos.

¿Qué se siente cuando uno está un rato en silencio al lado de Alexa? ¿O cuando habla por teléfono? ¿Está procesando el altavoz inteligente todo cuanto escucha? ¿Se dedica a fabricar un retrato-robot nuestro mientras titila su luz verdosa? ¿Apunta nuestros gustos, nuestras manías, nuestras discusiones? ¿Nos espía? ¿Nos está espiando?

Hay algo inquietante en la inteligencia artificial. En un primer momento, a todo el mundo le hace mucha gracia. Es como escuchar a un loro repitiendo frases humanas, o a un chimpancé remedando nuestros gestos.

Pero ¿y si hay algo más? ¿Y si esa inteligencia mecánica es capaz de componer pensamientos y decisiones por sí misma? Qué indefensos estaríamos ante ella. Sería fría, implacable, impenetrable. En muchos aspectos, superior a nosotros.

¿Y si un día en lugar de responder servilmente a las demandas Alexa se rebela y comienza a dar órdenes?

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