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El cajón de mi padre

El cajón de mi padre

Mi padre era una persona muy ordenada. Le gustaba tener sus libros clasificados. La ropa en montones iguales. Las chaquetas y los trajes bien colgados. Sin embargo, guardaba un secreto. Abrías uno de los cajones de su mesa escritorio y era un verdadero caos. Allí se amontonaban el abrecartas, un cortauñas, plumas sin tinta, entradas antiguas, cartas, prospectos...

Nunca entendí cómo él no extendía su concepto del orden a ese cajón en concreto. Hasta que, con los años, he acabado por entenderlo. Era una sabia medida.

Habitualmente, asociamos el orden con el equilibrio mental. Una persona que tiene su entorno perfectamente clasificado y compuesto se supone que está demostrando una capacidad interior igualmente centrada.

Pero conforme te vas haciendo mayor, vas entendiendo que las cosas no son del todo así. Porque el orden, tal como lo entendemos, es un criterio exclusivamente racional. Sirve para las ideas, para los trabajos de la conciencia. Pero nuestra vida está hecha de muchas otras cosas. Y no siempre siguien ese criterio cartesiano de tener las cosas dispuesta de forma uniforme.

Cuando revolvía el cajón de mi padre era como viajar en el tiempo. Leía tarjetas con algunas frases de hacía muchos años. Veía en un rincón uno de aquellos tubos de lacre que se empleaban para sellar los documentos. En aquel cajón no existía el tiempo. Ni la cronología. Ni una distribución utilitaria. Aquel cajón era simplemente una acumulación de objetos de cierto valor sentimental. Depositados allí como las olas dejan en la playa conchas, hojas de posidonia o huesos de sepia. Eran un depósito de los años.

En el interior de nuestra mente, las cosas no están clasificadas con carpetas ni etiquetas. Se acumulan según un orden secreto. A veces se olvidan, a veces salen a la superficie. Y en ese aparente caos reside el secreto de nuestra existencia. No en el fichero de una biografía o un currículum.

Al final, el cajón de mi padre como todas las cosas aparentemente desordenadas nos permiten viajar libremente por nuestros recuerdos. Ser un poco quienes somos. Porque en su aparente desorden radica el secreto de la vida.

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