Conducimos. Y el paisaje urbano se desliza delante de nosotros como una película. El movimiento nos produce una extraña sensación de ingravidez, de irrealidad.
Pero llega un semáforo y la película se detiene. Ni ingravidez ni irrealidad. Te encuentras parado en medio de la calle. Aburrido. Sin saber qué hacer.
Es el momento que muchas mujeres aprovechan para arreglarse el peinado y los hombres para meterse los dedos en la nariz.
Pero también se producen entonces los cruces de miradas. Porque los otros conductores, aburridos como tú, curiosean a su alrededor.
Es un intervalo muy breve. Pero en él pasan muchas cosas. Atisbas por unos segundos en la vida de los demás. Que hablan, discuten, escuchan música, miran al vacío.
Algunos nos caen bien con solo mirarlos. Con otros se produce una súbita antipatía aunque no los conozcamos.
Adivinamos o imaginamos la vida de esos otros conductores varados. Los vemos como son, con sus limitaciones y miserias. Y no como ellos creen ser cuando corren altivamente por la carretera.
Minutos breves. Historias que nos hacen pensar. En la inmovilidad del semáforo comprendemos mejor que en otro sitio lo rápido que la vida pasa y lo poco que nos damos cuenta.
