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Palma a Palma

Treinta segundos

Treinta segundos

Un semáforo en rojo dura unos treinta segundos. Muy poca cosa si lo juzgamos desde el punto de vista habitual. Pero puede representar casi una eternidad en otras condiciones.

Era una de estas mañanas de mucho calor. No tenía precisamente un buen día. Me desplazaba en autobús por las Avingudes. Llegamos cerca de la Plaça Espanya, y el bus se detuvo en un semáforo. De tal modo que quedé situado delante mismo de la puerta. Y al otro lado, esperando en la acera, pude ver a una familia africana. Probablemente nigerianos. Ella muy corpulenta y con un pañuelo anudado a la cabeza. El marido también fuerte, llevando un doble coche de bebés.

Y allí estaban. Dos bebés africanos que debían de ser gemelos. Que me miraron automáticamente desde el otro lado del cristal. Yo les sonreí, cautivado por aquel aspecto angelical. Ellos me devolvieron la sonrisa. Los dos a la vez.

Los bebés africanos movieron al mismo tiempo la mano, a guisa de saludo. Yo hice lo mismo. Y ellos rieron mucho. Con ese resplandor que tienen los ojos de los niños. Esa sonrisa abierta y pura que resulta tan contagiosa. Yo les hice gestos con la mano, y ellos lo imitaban partiéndose de risa. La mano arriba. La mano abajo. Luego me tapaba los ojos y ellos me imitaban sin dejar de reír. Los padres los miraban, intentando averiguar qué pasaba.

Treinta segundos, que duraron mucho más. Finalmente, cuando el semáforo iba a cambiar, nos dijimos adiós con la mano. Y desaparecieron para siempre en el paso de cebra que lleva al antiguo Café Niza.

Aquellas sonrisas, aquellos ojos, la comicidad compartida, cambiaron el sesgo de aquel día. Treinta segundos.

A veces no sabemos realmente aprovechar el tiempo de la vida.

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