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Las alfombras del cielo

Las alfombras del cielo

Aunque parezca una tontería, es difícil mirar el cielo. Estamos tan sujetos a la horizontalidad... Las nuevas tecnologías nos anclan incluso más al suelo. Las pantallas, los móviles. Todo te impulsa a agachar la cabeza. Contemplar aquello que te sustenta. Y olvidar el gran mundo que pasa por encima tuyo.

Las ciudades inteligentes tienen sus observatorios del cielo. Sean voluntarios, como miradores o parques panorámicos, sean avenidas amplias y plazas que te permiten esa contemplación. En Palma tenemos lugares donde contemplar el cielo. Pero a medias, y nunca con un verdadero propósito de proyectar tu mirada en lo infinito.

Mirar el cielo no sirve de mucho, dirán algunos. Lo cual no deja de ser una gran equivocación. Porque si hay una realidad cambiante, perenne, fascinante es la que despliegan las alfombras del cielo. Unas veces son muy sutiles, como de gasa o de tul. Esa nubes traslúcidas que apenas marcan un contorno. Pero en otras ocasiones, las nubes adquieren la rotunda materialidad del azúcar de feria. Densas, coloreadas. Casi tocables.

Y también aparecen las nubes oscuras, que se disfrazan entre las otras para cubrir lentamente el cielo. Y las de lluvia, rastreras. Húmedas y amenazantes.

Las nubes blancas como corderitos. Los cirros como plumas de la estratosfera. Nubes siempre en movimiento y transformación. Nunca estáticas ni inertes. Y esa es la gran enseñanza de contemplar el cielo. Es toda una lección de la psicología de las profundidades. Así como las nubes se hacen y deshacen sobre el azul del infinito, así nuestra realidad interior se transforma. Vaga. Crece o se deshace. Y raramente es igual un día que otro.

Entender el cielo con sus avatares es entenderse también un poco mejor a uno mismo. Aceptar que las cosas del alma no son sólidas, imperturbables, minerales como las imaginamos.

Sino leves, engañosas, fugitivas. Como las alfombras del cielo.

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