Remontémonos al Pleistoceno, cuando los mamuts dominaban la tundra, cuando se sucedían las glaciaciones y no podíamos imaginar que un día miraríamos la tele en el teléfono y accederíamos a una especie de pulpo global llamado Internet. Remontémonos a los teléfonos góndola, a los números sin prefijo provincial, al "No está ¿quieres que le dé un recado?"

Si usted apenas puede retroceder a aquellos años, imagínese los adolescentes de hoy, que te miran extrañados y te preguntan "¿Pero cómo podíais vivir sin móvil? ¿Cómo quedabais?" "Bueno, estaba el teléfono fijo", contestas tú sin mucha convicción, antes de que se echen a reír: "El fijo, dice. Qué graciosa"

Ahora nos quejamos del móvil y de la esclavitud que supone y que así no se puede vivir y que estar todo el día localizado es un martirio y que hasta la CIA tiene tus datos. Pero ninguno de nosotros -ninguno- querría volver a aquellos tiempos en los que las cabinas y los teléfonos públicos formaban parte del día a día.

¿Recuerdan las cabinas? Mi abuela prefería quedar mal que llamar por teléfono desde una cabina. "He de llamar a la tía Margarita para avisar de que llegaremos tarde", me decía, a lo que yo replicaba: "En la calle Julián Alvarez hay una cabina". Ella fruncía la nariz: "Caaaaa, las cabinas me escarrufan. A saber qué orejas se habrán posado en el auricular y qué microbios viven en el altavoz. Subimos a casa y ya está", resolvía ella y eso que vivía en un cuarto sin ascensor (principal y tres pisos).

No era sólo la grima que daban, es que la mitad no funcionaban, que nunca llevaba una cambio para hacer la llamada, que se tragaban las monedas como Popeye las espinacas y que, en la cola, se respiraba mucha tensión (sobre todo si llovía o hacía mucho frío o un sol implacable). "Tac, tac, tac", golpeabas en el cristal con los nudillos, "Perdone, pero es que lleva veinticinco minutos hablando y hay cuatro personas en la cola", decías tú, mientras la señora Juani acababa de explicarle a su cuñada la receta del lomo con col. "Un poquito de paciencia", decía ella, "Que yo también he tenido que esperar".

En fin, todo eso también se ha perdido, como lágrimas en la lluvia.