Si eras niña en los 70, te llegaba el ansiado momento de tomar tu primera comunión, y la celebrabas en el restaurante Pequeño Mundo, eras lo más, pasabas instantáneamente a la categoría que los niños de hoy en día llaman "ser popu". Sin duda alguna, era el sitio de moda, con aquel enorme salón con sus baños camuflados en las pinturas del muro, que me parece recordar que reproducían una era, con sus labradores y sus mozas morenas.

Para los niños, no había nada mejor que el Pequeño Mundo y su extraño universo mezcla de kitsch y de locus amoenus. A Garcilaso de la Vega le hubiera encantado. Todo el restaurante era un enorme campo de escondite; de hecho, en una comunión, un niño llamado Iván se escondió en una tinaja decorativa plantada en un parterre entre petunias y a punto estuvo de quedarse ahí, atascado, hasta hoy.

El parque infantil era de los antiguos, de los de hierro, de aquellos en los que te descalabrabas salva sea la parte en el sube y baja. En el tobogán, te chamuscabas los muslos si hacía sol y te los congelabas si hacía frío. Los columpios eran arena de otro costal: se trataba de hacer el burro cuanto más, mejor, de tratar de "dar la vuelta de campana" y conseguir que los adultos interrumpieran el almuerzo gracias a nuestras buenas nuevas:

- ¡Carmen, Carmen! ¡Ven corriendo que Pili se ha caído del columpio y se ha hecho mucha sangre!

- ¡Y se ha dado en un ojo muy fuerte!

Y allí que iba Carmen con el alma en vilo a ver qué nueva desgracia se encontraba tendida sobre la gravilla.

El restaurante Pequeño Mundo es el emblema de un mundo que ya no existe: el de las comuniones que eran pequeñas bodas que tenían su pequeña novia, su pequeño almirante, sus doscientos invitados, su arròs brut y su lista de regalos en Piña i Grau. Pero, claro, eran facturas que se pagaban en pesetas: hoy no hay familia de clase media que pueda afrontar esos banquetes en los idus de mayo, en la recta final del curso escolar.