Siempre he creído en la vida oculta de las cosas. Solemos ser muy antropocentristas, y nos consideramos los únicos seres del Universo con alma, memoria y emociones. Pero además de los animales, que está claro que comparten esa condición con nosotros, también las plantas viven y sienten. Incluso las cosas, que tanto despreciamos, tal vez tengan su alma secreta.
Si así fuera, ¡qué responsabilidad la nuestra! Nos pasamos la vida maltratándolas, rompiéndolas, tirándolas a la basura sin ningún remordimiento. Vaya trauma si al final resulta que también sufren, lloran y sueñan.
Muchas veces he pensado que las sartenes y otros útiles de cocina tienen memoria. Al fin y al cabo, la actividad culinaria no deja de ser una pequeña alquimia. Tiene algo mágico en su propia naturaleza. Hay gente dotada de cierta mano para ello, mientras que otros carecen por completo de ella. Y por más que se esfuercen, no lo consiguen.
Lo mismo pasa con los utensilios. Tienes la sensación de que las cosas quedan más ricas cuando se fríen en esa sartén especial. O la sopa en aquella olla. Y generalmente, son los objetos más viejos. Con más solera y experiencia.
¿No será que tienen memoria?
Igual esa sartén a la que no concedemos ninguna importancia guarda el recuerdo de muchos huevos fritos. Cientos de ellos. O de los entrecots más suculentos. De las salsas de tomate. Los chups-chups del arroz y los sofritos. Los recuerda uno por uno, como nos ocurre a nosotros con nuestras actividades y trabajos.
De ser así, qué interesante sería poder conectar con esa memoria de las sartenes. Entrar en su subconsciente metálico a la busca de tantos sabores, hervores y frituras. Esa especie de lava primordial donde se genera la vida.
Si fuésemos capaces de comprender y compartir la memoria de las sartenes no sólo cocinaríamos mucho mejor. Sabríamos también los secretos de la existencia.
