Mi alemanísima madre cuenta que decidió quedarse a vivir en Mallorca por las tartas Reina de la Pastisseria Llull. Corrían los setenta y las tartas Reina eran las reinas de las tartas y nadie las preparaba como lo hacían en Ca´n Llull.

Un domingo en familia comenzaba con un paseo hasta el número 27 de la calle 31 de Diciembre para comprar los dulces que seguirían al arrós brut de mi abuela. Eran tiempos en los que un marciano recién aterrizado en Palma hubiera podido encontrar un horno siguiendo su estela aromática.

Recuerdo que, algunas madrugadas, en las que volvía caminando a casa desde Es Jonquet tras una noche de fiesta, ese olor a pasta cruda, a vainilla, te asaltaba cada dos o tres calles haciéndote la boca agua. Palma era una ciudad de hornos, de panaderos entrevistos tras las ventanas que daban a un sótano y de vecinos que compraban el pan fresco al amanecer.

Eran tiempos en que uno no podía ir a visitar a la familia o a los amigos de la Península sin acarrear las cajas octogonales de ensaimadas atadas con un cordoncito. Al principio, lisas; luego respetando las preferencias de cada cual: que si de cabello de ángel para la tía; que si de crema para el cuñado y, obviamente, de chocolate para los niños. De nata, no, estaba desaconsejada para viajar.

Los hornos de mi infancia marcaban el calendario con más precisión que el Parenòstic: ensaïmada de tallades por Carnaval, robiols y crespells por Semana Santa, ensaimada de albaricoques en verano, buñuelos de viento en las Vírgenes, rosaris ensucrats por Todos los Santos y torró de neula en Navidad. Además, eran los proveedores en exclusiva de uno de los grandes placeres de nuestra infancia: ¡la mona de Pascua que nos regalaba el padrino! ¡Qué ilusión más grande cuando la traía a casa envuelta en celofán transparente! Yo, secretamente, contaba los pollitos: cuantos más había en la mona, más me quería mi padrino.