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Palma a Palma

Sordos

Sordos

Una de dos. O la gente se está volviendo sorda a pasos agigantados. O finalmente la música ha dejado de ser un arte para convertirse en un mero relleno del tiempo muerto.

Desde hace un tiempo, es una experiencia común escuchar el paso de un coche con música a un volumen desaforado. Suena como un cohete que atraviese el firmamento estrellado de la noche. Primero muy lejano, luego cada vez más próximo. Hasta que se coloca bajo tu ventana y atrona. Tiemblan los cristales. Se te cierran los ojos de angustia. Hasta que, por fin, cambia el semáforo y aquel altavoz andante se va perdiendo en la lejanía. Dibujando con su estruendo el mapa mundi de la ciudad dormida.

Uno piensa que, si a distancia se volumen ya resulta insoportable, como habrá de ser cuando estás allí mismo. En el interior del vehículo. Realmente, no se sabe si el que camina por las calles es el coche o ese reggaetón acelerado que lo propulsa.

Puede pensarse que es una cuestión de público segmentario. Es decir, que sólo los aficionados a determinado tipo de música experimentan placer en ponerla a toda pastilla. Pero resultaría una conclusión equivocada. Porque, lo juro, he escuchado pasar a un automóvil con el reproductor a niveles estratosféricos mientras reproducía... una ópera.

Parece como si el mundo actual necesitase estímulos. No basta con la propia realidad. No basta con contemplar las cosas. Disfrutar de la noche. Circular silenciosamente. La música se utiliza para llenar espacios huecos. Lo mismo que cuando entras en un bar y la encienden inmediatamente. Como si faltase algo.

Prisioneros de los estímulos. Confundimos el relleno con la esencia. Nos volvemos sordos a la realidad profunda del mundo.

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