Conforme la ciencia va adelantando, se descubren nuevas cualidades sensibles en materias que siempre hemos considerado como inanimadas. Los minerales y las plantas no son meros objetos. Sino que guardan su propia vida secreta. Es una nueva manera de ver el universo, bien distinta a la antropocentrista y reduccionista de tantos siglos.
Cuando leo estos descubrimientos no puedo evitar un pensamiento: ¿Qué pasaría si el cristal tuviera memoria?
Para nosotros, el cristal, los vidrios, los espejos, son símbolos de la vida fútil. Las cosas se reflejan en ellos y sólo durante esos segundos adquieren una cierta existencia. Después, el cristal vuelve a quedar vacío. Deshabitado. Hasta un próximo reflejo.
¿Y si el cristal recordase todas las personas y acontecimientos que se han reflejado en él? Sería una hipótesis revolucionaria. Imaginemos uno de esos espejos dorados del siglo XVIII. La de personajes empelucados que se habrán contemplado en ellos. Las luces de candiles. Los amores, los celos, los asesinatos. Esos grandes espejos, generalmente dormidos, tal vez despierten a cierta hora de la noche. Y entonces, en la superficie bruñida de su alinde, comiencen a desfilar imágenes fantasmagóricas de otros tiempos. Como un viaje espectral hacia el pasado.
Y nuestros propios cristales. ¿Quién dice que las ventanas no pueden recordar todo lo que han visto? Si pudiésemos acceder a su alma, quizás nos mostrarían imágenes algo borrosas de nuestros padres jóvenes, de nuestra infancia, de la ciudad antigua, de los vecinos y amigos ya muertos.
La memoria del cristal abundaría una verdad psicológica que muy a menudo ignoramos. Por más que muchas cosas parezcan epidérmicas, siempre tienen su repercusión y su impronta. En el fondo, nuestra subconsciencia es una especie de espejo apagado. Durante el día parece vacío, despoblado. Per cuando llegan la noche y el sueño, se llena de imágenes y personajes que creíamos olvidados. Remotos, misteriosos.
Conservados en el cristal de los recuerdos profundos.
