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Palma a Palma

Olor a café

Cuando se buscan las virtudes de los sitios se olvida una muy importante: el olor. Si reflexionamos un poco, recordaremos algunos hoteles, bares, restaurantes muy agradables por la decoración. Incluso por su atmósfera sónica. Pero ingratos por su olor. A veces, por contar con aromatizantes demasiado fuertes, otras simplemente por exhalar aroma a lejía o limpiador del wc, o por estar impregnados del olor a humedad tan propio de las islas. Se me ocurren algunos ejemplos, aunque no cometeré la indiscreción de citarlos aquí.

En cambio, ciertos locales pueden ser humildes, minimalistas, incluso pobres. Pero cuentan con el gran aliciente de su aroma. Pienso por ejemplo en ese perfume tan profundo que produce el café molido. Es difícil mostrarse insensible a él. El olor a café convierte cualquier rincón del mundo en una casita. Te despierta ensoñaciones agradables: una taza humeante, un sillón, un libro, una ventana... El olor a café sigue perfumando algunos rincones de la ciudad, donde existen todavía tiendas de venta a granel. Algo desgraciadamente cada día más raro, en este mundo de cafeteras automáticas y cápsulas desechables.

Recuerdo que, en mi infancia, había varias de esas tiendas. Pasar delante de ellas era hacer una inmersión a un mundo desconocido de sensaciones. Porque a aquella edad todavía no me dejaban probar el café.

Yo aspiraba profundamente aquel aroma pastoso, profundo, oscuro y jugoso a la vez, y me imaginaba la delicia que debía de ser beberse una taza de aquel perfume.

Hoy sigo dando un rodeo para pasar por una de esas esquinas exhalantes. Y sigo aspirando fuerte. Tomándome tres o cuatro expresos invisibles. Aromáticos, fuertes. Con la ventaja de que de este modo no sube la tensión.

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