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Palma a la vista

Ciudad a primera hora

Aunque no lo parezca, esto también es Palma.

No sé si es o no la mejor o la peor ciudad para vivir, pero es donde vivimos. O donde lo intentamos. No podemos seguir viviendo de eslóganes con mayor o menor tirón publicitario. La avalancha de turistas nos pone de morros porque nos sale el isleño atrincherado que teme ser conquistado. Una vez más.

Olvidamos, como siempre, que somos cómplices, algunos incluso responsables de esa conquista de territorio, recursos, identidad. Los ricos de Mallorca han hecho su riqueza de vender la isla. El resto, vamos a remolque. Economía de mercado, dicen. Aquí y en el mundo. Nada de esto nos diferencia.

La ciudad que somos todos nosotros tiene la edad de quien la recuerda, de quien la vive, de quien la añora, de quien la odia. A cada generación, una Palma distinta. La de hoy, la del siglo XXI, en un verano, 2016, de ya no damos a basto, hay que dejarla estar. Sentarse en la butaca y abismarse. Llegará el odiado invierno.

Hay mañanas fuera del tiempo. Un silencio aullador solo es interrumpido por los cascos de los caballos que tiran de las galeras -pocas, porque esta atracción no suele madrugar-, pero sucede en las inmediaciones de la Catedral, la gran atracción de feria de la temporada. Para encontrarnos en Palma, huimos del centro, de las horas punta, de los lugares de moda; nos concentramos en un bar cualquiera, salimos con la legaña pegada porque solo siendo ladrones del sueño conseguimos recuperar la ciudad.

¿Qué es lo que vemos? Un cielo azul de infancia, que no fue el de Machado porque Palma no es Colliure, ni estamos, afortunadamente, en una guerra civil; es un azul de un Mediterráneo que aún reconocemos. Vemos aún con asombro un rayo filtrado con miles de partículas suspendidas que te hipnotizan. O descubrimos sin saber cómo el dintel de una puerta que ya no da entrada a aquella panadería donde con una gula infantil devoramos con solo olerlo, los panecillos de aceite.

Ya no existe la panadería, ni la juguetería, ni siquiera aquella mercería que visitabas con tu abuela para comprar cintas. Nada de eso está como no estás tú.

En ese ciudad fragmentada de primera hora de la mañana, hay indicios de vida en el café con leche del bar de la plaza, ese que aún encuentras tras cinco décadas de vida. La ciudad de comercios cerrados es una ventaja. Por eso, madrugamos o nos gusta ser un dominguero urbano.

Hay esperanza en esta ciudad de provincia más allá de esos miles de personas que durante cuatro, cinco meses, incluso seis, nos dejan agotados. Pero no caigamos en la depresión que hoy estamos deambulando por la ciudad desierta, la de primeras horas de la mañana, la que bosteza, la que atisba el mar a lo lejos. Vivir en una ciudad de agua salada te marca para siempre, te acuña con la marca de agua que tan bien describió Brodsky al hablar de Venecia, que no morirá del mal de Stendhal, sino del mal de la codicia de la industria turística.

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