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Palma a la vista

Microcosmos de arena

El verano nos vuelve indolentes. Ir ligeros de ropa nos hace leves. Es en la playa, y si esta es urbana de manera más expresiva, donde esa ligereza se traduce en una lección de humanidad. Nada es tan ilustrativo como el encerado de arena de las playas de barrio. Palma agrupa unas cuantas, desde ellas podemos leer páginas de mar salada, y de condición humana.

¿A cuento de qué alertar de cierto riesgo en una pequeña playa formada accidentalmente a dos metros de Gesa? Todos los que ahí siguen yéndose a dar un baño aseguran que jamás de los jamases les ha pasado nada. O en Ciudad Jardín, donde a veces se prohíbe el baño por la entrada de aguas residuales y aún así está el obstinado de turno tratando de despistar al vigilante de playa para darse un chapuzón de inmundicia.

No hay libro comparable, por más soporte electrónico que le pongamos, al de darse un baño de humanidad.

En esas páginas de cuaderno escolar que son las toallas o los pareos, uno acaba discerniendo que somos biznietos de primates sin remedio porque a muchos les entra la manía de espulgarse o de sacar granos a su acompañante. Líbranos de tener acné con un colega semejante.

A la siguiente lección, uno aprende lo gregaria que es la especie humana, tanto o más que las ovejas, porque en la playa son casi todos los que se colocan al lado de un desconocido sin apenas dejar unos centímetros de espacio. Ese horror vacui humano que en la playa adopta una decoración similar a los cuartos de burgués decimonónico alérgico a las paredes vacías, algunos le llamarán sociabilidad. Yo creo que es falta de respeto sin más.

Y en éstas estamos cuando llega el sordo de turno, pero marchoso como él solo. La tecnología ha sofisticado el tamaño, ya no andan pegados al magnetófono de 'negrata', le llamaron, ahora todo es más discreto, menos esas ganas de compartir la música que nadie le ha pedido. Tengamos la fiesta en paz.

Nos juzgarán Herodes, y si cabe decir que bien está que no se permita ir a los perros a las playas, más de uno piensa en voz baja que debería extenderse la medida a algunos críos porque a sus padres se les olvidó la lección de no gritar en lugares públicos, a menos que te esté pasando algo malo.

Pues bien, rodeados de vecinos pegamento, de locos por la música y de niños saltimbanquis, toca echarse al agua, que es también otra lección de condición humana. En el encerado líquido, uno se topa con los amigos del paddle surf, unos remeros de pie en busca de Pocahontas o de la cueva de las musas de Ulises. Preferibles, no obstante, a los amigos del motor, que vuelven a cotizar al alza.

Una jornada de playa urbana puede ser más ilustrativa sobre la condición humana que un manual de enciclopedia.

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