Es uno de esos recuerdos que se te quedan grabados. Aunque su significación no sea aparentemente decisiva. Era una época en que salía muy tarde del diario, y conducía después hasta el caserío de Ruberts por la carretera vieja de Sineu. Es un itinerario solitario y despoblado. Sin atravesar ningún núcleo habitado. Recuerdo especialmente el momento de salir de Palma, con las últimas agrupaciones de casas. Y ahí estaba S´Hostalot. Con su porche y con una cabina iluminada que parecía un cohete a punto de despegar. La última presencia humana antes de internarse por la procelosa oscuridad de la madrugada, entre "marges" y almendrales. Bosques y garriga.
Era como la despedida de la civilización. Que, a eso de las dos o las tres de la mañana, adquiría una relevancia especial. Un simbolismo casi cósmico. S'Hostalot era como la isla de Robinsón antes de la nada.
Desde entonces, he guardado una gran querencia hacia S'Hostalot. Con su puerta antigua de cochera, su bar a la antigua. Su paisaje un poco a lo David Lynch. Esa sensación de presencia en medio del desierto. Por más que haya crecido todo un barrio a su amparo.
Una moderna indicación de tráfico, te obliga a reducir la velocidad cada vez que pasas junto a él. De manera que tienes tiempo para curiosear entre la parroquia que se sienta a la sombra del porche. Tan cerca de la carretera. Sueles mirar por si están tocando Els Taverners. O hay una tertulia de "homos antics" comiendo "frit". Siempre con la mirada curiosa hacia los que pasan. Como ocurre en los pueblos menos transitados.
S'Hostalot ahora exhibe un letrero de "Se traspasa". Y uno se teme que desaparezca uno de los últimos reductos de la Palma intemporal. Esos lugares donde el tiempo transcurre lento. Lleno de sentido. Donde las esencias de antes se confunden con el presente. Y uno tiene la sensación, aunque sea durante los minutos en que se toma una cerveza, de estar al margen de todo.
Intemporal. En el centro del mundo.
