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Palma a la vista

Vivir entre 156 nacionalidades

Las cifras de población revelan que Palma cada vez es más "extranjera" y a la vez más ajena a los autóctonos

El Molinar ha pasado de ser un barrio humilde, de pescadores, a objeto de codicia inmobiliaria. L. D.

¿Qué cara se le pone al mallorquín rampante al enterarse de que en Palma conviven personas de 156 nacionalidades? ¿Nos hace más cosmopolitas? Debería, sin embargo, la ciudad de provincias sigue siendo fiel a sí misma, capital de una pequeña isla del Mediterráneo sacudida por la vulnerabilidad de su belleza y de su fragilidad geográfica.

Sin excepción, los que vienen de fuera y se instalan aquí para trabajar comentan cuán difícil es acceder a la sociedad mallorquina. Ya lo creo pero estoy segura que no menos fácil se lo pone la sociedad de Lyón o la inglesa. El extranjero tiene el papel de ser eso, el de fuera, por tanto, siempre estará expuesto a la desconfianza de la sociedad, llamada de acogida. ¡Menuda bienvenida le están dando a muchas! El lenguaje políticamente correcto es peor que un discurso de campaña.

A lo que íbamos. Los últimos datos de población, ofrecidos por Cort esta semana, revelan las claves en las que interpretar qué está sucediendo en la ciudad. En menos de cien años, tampoco es tanto tiempo, hemos pasado de ser un destino para excéntricos europeos, que recalaban aquí casi sin quererlo, a ser la comunidad autónoma con el mayor número de población extranjera. En Palma supera el 19,4 por ciento, y de ese número, el 51,5 corresponde a la población comunitaria; el 48,5 por ciento son las gentes extracomunitarias.

El dato no sería tan reseñable, incluso se han dado años con porcentajes más altos, de no ser que coincide en que la población extranjera que ha abandonado la isla es muy grande. Alcanza en algunos casos el sesenta por ciento. Se trata de población extracomunitaria, sobre todo de países andinos, Bolivia, Ecuador, que dejaron sus países buscando en la “madrecita España” un lugar donde vivir mejor. Ellos han sido las víctimas mortales de la crisis de los últimos ocho años.

Las cifras realzan lo que la calle muestra. La distribución de ese porcentaje de extranjeros en Palma en sus distintos barrios habla más que una aséptica estadística. En los movimientos sobre el tablero de la ciudad entenderemos qué está ocurriendo.

Los europeos siguen buscando el sol que más calienta. Apostaron de siempre por la franja costera de la ciudad, de una a otra orilla, los ingleses en Cala Major y san Agustín, y los alemanes en s’Arenal. El interior de la ciudad, la de peso histórico, la de cemento nuevo, no les interesó nunca, salvo en los barrios pintorescos, El Terreno, sin ir más lejos. A partir de los ochenta, los que tuvieron ojo inmobiliario se acomodaron al casco antiguo, triste y solitario porque la aristocracia mallorquina o la acomodada clase media prefirió cerrar sus fríos casales y largarse al Paseo Mallorca, Jaime III, Paseo Marítimo, La Bonanova y los nuevos ricos, a Son Vida.

A medida que iban yéndose del centro histórico, alemanes, ingleses, incluso catalanes después, apostaron por sa Calatrava, Cort, Santa Eulàlia, sus callejuelas y así hoy nos encontramos que lo viejo de la ciudad está habitado por extranjeros. Los mallorquines que no vendieron hoy se sacan una pasta con el turismo vacacional, contribuyendo por tanto, a esa extranjerización del casco histórico.

En el humilde Molinar que el ciudadano de Palma rechazó de plano, fueron los extranjeros quienes se fijaron en él y hoy ha dejado de ser un barrio de pescadores a objeto de codicia inmobiliaria. Un paseo por este barrio o su vecino, el Portixol, es una radiografía exacta de lo que está ocurriendo. Las casas bajas, de dos alturas, sin estilo arquitectónico pero con la gracia que le otorga el tiempo a las cosas humildes y sin artificio, son hoy la mansión de rico europeos. Entre ellos, el dueño de los chocolates Lindt o los dueños del hotel Portixol. Mientras los empresario mallorquines prefieren barrios como Son Vida, suecos, suizos se quedan a un paso de Palma; con vistas al mar.

En la otra ciudad, en la periferia, es donde se han ido instalando indios, chinos, latinoamericanos, africanos, marroquíes, eslavos. Son Gotleu, Pere Garau, La Soledat, s’Arenal y en El Terreno es donde viven. En algunos de ellos, la pérdida de músculo económico, y el consiguiente desarraigo social, ha dejado en los huesos a estos barrios que, sin embargo, están llenos de vida. Solo que no están ni en el centro de la ciudad ni tienen el mar cerca. Eso los convierte en un permanente laboratorio social, a veces, con dramáticas consecuencias. En el resto, una ciudad en tránsito.

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