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Olores fugitivos

Tenemos una percepción del mundo eminentemente visual. Ordenamos las categorías por situación, color, distancia. Como si el mundo que nos rodea fuera siempre lineal y geométrico

Olores fugitivos

Tenemos una percepción del mundo eminentemente visual. Ordenamos las categorías por situación, color, distancia. Como si el mundo que nos rodea fuera siempre lineal y geométrico. Pero no. Hay excepciones que nos demuestran hasta qué punto esa visión es equivocada. A veces, basta algo tan nimio como un olor vagabundo. Vas por la calle y, de súbito, percibes claramente un aroma extemporáneo. Fuera de contexto. En medio de una avenida llena de coches, por ejemplo, te llena el perfume de pan recién hecho. O ese olor tan característico de bebé.

Te detienes sorprendido y miras a tu alrededor. No ves nada que se corresponda con el aroma que acabas de sentir. Fugaz pero intenso. Como esas muestras de perfume que dejan oler en la entrada de los grandes almacenes.

¿De dónde procedía aquel olor? ¿Era real? ¿Era tu propia alucinación? A veces, das una pequeña vuelta venteando por la nariz como si fueses un perro cazador. Intentando recuperar aquella esencia volátil, vagabunda, que ha impregnado tu pituitaria antes de desvanecerse por completo.

Y te preguntas si ha sido el viento, que ha arrastado un fragmento odorífico desde alguna casa. O si es que la realidad de los olores no es como la visual. Ordenada y cuadriculada. Sino totalizante y oscura. Y los olores se cuelan por los intersticios del vacío. Son capaces de atravesar los obstáculos. Y te impactan sólo unos segundos, como demostración de que el mundo aromático tiene raíces y rizomas invisibles. Imprevisibles. Misteriosos. Irracionables.

Los olores fugitivos te sugieren eso tan antiguo de que hay otros mundos pero están en éste. Te relacionan con un orden de la realidad que parece fuera del espacio y el tiempo. Hasta el punto de conectar algo tan imposible como una calle llena de coches con una cunita de bebé en la alta noche.

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