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Palma a la vista

La búsqueda de la infancia

"Las voces, las luces, las alegrías y las sorpresas, las esperanzas y los miedos que encierra nuestra niñez, eso es lo que realmente amamos, lo que buscamos durante toda la vida", escribe Sandor Marai en su triangular mirada hacia el amor, el matrimonio, la pasión, la amistad que articulan su novela La mujer justa. Un conjunto de "voces, luces, alegrías, sorpresas, esperanzas, miedos" se albergan en la memoria de quien regresa a los escenarios de la infancia. No hay viaje comparable.

Hoy una mujer, acompañada de su hija, lo encuentra en el cuarto y la ensaimada de can Joan de s'Aigo. Aquí no somos afectos a las magdalenas. Palma está a salvo de la destrucción del turismo de masas en la esquina de helado de almendra que refresca este arranque de agosto que nos agota y agosta, y que ha propiciado el encuentro entre una mujer y su pasado.

Cristina, una mujer madura, prosigue su viaje a la casi adolescente que fue cuando sus padres decidieron trasladarse a Madrid dejándola huérfana de amigas y del Mediterráneo. Castilla es demasiado campo para quien lleva la sal en la boca. Esta mañana de agosto ella se mueve por sus rincones de niña, de pre mujer, al lado de su hija Constanza, en una ciudad que reconoce no por lo que ve sino por lo que recuerda. Ha cambiado Palma, sin embargo, para ella, y así se lo expresa a su hija, todo se ha detenido. La memoria es así de cabrita. Ya nos enseñaron Proust y Bergson que el tiempo se mide con otros cronómetros que nada tienen que ver con el tic tac de las agujas. Una mirada sabe mesurarlo mejor.

Antes de entrar a por un café en el negocio que nació de los neveros, aquellos lugares que sirvieron al nevetero Joan de s'Aigo para refrescar la sed y los calores de los mallorquines del 1700, Cristina asoma a uno de los patios que se dejan entrever a través de su reja de hierro. No puede evitarlo y se pone a llorar. Si una ciudad es capaz de sobrecogernos de tal manera, y ya ven que Palma lo es, estamos salvados, por más millones de turistas que nos visitan sin demasiado aprecio..

Joan extrajo la nieve de los neveros y la almacenó y prensó formando los pans de neu. Cuando se le ocurrió añadirles zumo de limón o de otras frutas no podía imaginarse cuánta felicidad iba a repartir por los siglos de los siglos. Aquel local que abrió a inicios del XVIII en la calle Carnisseria y Vidriera es el que recuerda Cristina. "Aquí venía con mis amigas del colegio. El chocolate era buenísimo; pero lo que más me gustaba era el cuarto, tan esponjoso", cuenta. Su hija no duda en hundir su dedo en el bizcocho para comprobarlo.

Joan de s'Aigo se ha ido llenando de "voces, luces, alegrías, sorpresas", durante los más de trescientos años de su historia. La felicidad que buscamos se mide en el sabor de un helado de almendra con amigas.

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