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Papel térmico

Papel térmico

Mi relación con el papel térmico empezó con mal pie. Estoy hablando de los años 80, cuando me compré una máquina de escribir vanguardista que no utilizaba tinta. Para la época, era toda una revolución. Podías corregir en una pantallita hasta una frase, antes de imprimirla. Y cuando lo hacía, era un sonido suave y automatizado. Eso sí, sobre un papel especial. Papel térmico.

Mi idilio con la máquina de escribir duró hasta un día en que, para adelantar trabajo, escribí dos largos reportajes. Tenía que irme de viaje y a la vuelta los entregaría. Cuál no sería mi horror al regresar, abrir la carpeta, ¡y encontrarme con un montón de folios prácticamente en blanco! Borrados. Inservibles.

Me deshice de la máquina y prometí no volver a utilizar nunca más este sistema. Pero el papel térmico, durante todos estos años, ha ido ganando posiciones de forma imparable. Prácticamente todas las facturas y tiques de restaurantes, gasolineras y comercios emplean este sistema. Con lo cual, cuando las buscas para la contabilidad, tienes que hacer todo un esfuerzo en descifrar las letras borrosas, difuminadas, casi ausentes del papel.

El papel térmico es la antítesis del papel de verdad. Sobre todo en lo que a nivel simbólico se refiere. Cuando se habla del 'papel' de una cosa, nos estamos refiriendo a algo estable. Duradero y mensurable. El papel desde los tiempos de Byblos ha servido de transmisión de conocimiento. Como un vehículo capaz de atravesar el decurso de los siglos.

¿Se imaginan si los monjes de la Edad Media, aquellos que salvaron la cultura de la oscuridad, hubiesen escrito sobre papel térmico? Todo se habría borrado. No tendríamos ni Platón, ni Aristóteles, ni Jenofonte. Solo rollos de un color enfermizo y velado, que además dicen ahora que son muy perjudiciales para la salud.

Invención nefasta. La civilización deberá corregir algún día la aparición de ese malhadado papel térmico. Emblema de esta cultura del consumir y tirar.

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