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Palma a Palma

Una concha en el bus

Cuando vives en una ciudad con mar, el intercambio es constante. No resulta infrecuente que algunos signos marinos penetren en la ciudad y viceversa. A veces, son elementos urbanos que acaban en las playas ciudadanas. O bien lenguas de arena que atraviesan algunas zonas del Passeig Marítim, o salpicaduras de posidonia cruzando la calzada en la parte del espigón. Por no hablar de esos rompientes que a veces se forman donde acaba la línea 1, junto a la Escuela Náutica.

Pero ese vecindaje en ciertas ocasiones aparece más insólito. Por ejemplo cuando subes al autobús, arranca, y al colocarte en la plataforma de salida ves en el suelo una concha.

En la zona de vaivén de las playas encuentras centenares de conchas, de todos los tamaños y categorías. A veces son finas y delicadas. Esas que apenas tienen tacto. Y que reflejan de forma suave las luces de su entorno. Nácares sutiles que apenas destacan entre los objetos depositados en la arena. En otras ocasiones encuentras conchas escultóricas, con sus estrías bien trazadas. Como si fuesen pequeñas obras de artesanía procedentes de algún taller marino.

Pero en el autobús toda su simbología aparece de forma paradójica. El suelo sucio, rasposo, absolutamente urbano del bus. Y encima, la forma oceánica del molusco. Su espiral denotadora de olas y profundidades. Sus paredes blancas, hechas para el azul y la posidonia. ¿Qué hacen allí?

De seguro que alguien la recogió en la playa y luego se deshizo de ella, o la perdió. Y la pobre concha aparece tan extraviada, tan desubicada en la realidad cruda y sin poesía del autobús. Con suerte, alguien tal vez la recoja para conservarla como trofeo o recuerdo. O no. Y acabará chafada por alguna maleta, o simplemente arrastrada por la escoba sin piedad del servicio de limpieza.

Así ocurre también con la vida. Hay personas que caen donde nunca debieron. Y destacan entre el mundo que las rodea, a la espera de un destino incierto.

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