Fue el día en que me compré mi primer smartphone. A pesar de tamaño avance tecnológico, no por ello abandoné mis costumbres más telúricas. Como, por ejemplo, echar un sueñecito en el sofá después de comer. Fue a media siesta cuando de repente me sobresaltó un extraño sonido. Algo así como un canario dentro del comedor.

Abrí los ojos y recorrí con la mirada toda la habitación. Nada. Cuando volví a cerrar los párpados, lo escuché con toda precisión. Un silbidito aflautado y musical. ¿De dónde diantres procedía?

Cuando salí del sopor propio de aquella tesitura, lo entendí. Era el nuevo móvil y su sistema de avisar de la llegada de un nuevo mensaje. A partir de ese momento, no hay día en que no escuche varias veces el canto de ese canario invisible. Tu-ti-tu-ti-tuuuu. Cuando identifiqué su denominación precisa, whistle, me precipité a desprogramarlo. Me parece invasivo y demasiado explícito.

Pero al parecer mi criterio es minoritario. El canario invisible silba en los momentos más inoportunos. Cuando estás en la sala de espera del dentista. En medio de la representación de una obra de Shakespeare. En la cola del autobús. En la sala de matrimonios del registro civil...

El canario invisible siempre es el mismo. Pero adquiere diferentes connotaciones según sea el lugar en que trine. Puede sonar alegre y jovial. O bien despertar una sensación de alerta. O de burla. O tal vez de admiración.

Debe de ser una de las alarmas más extendidas y universales. De manera que te marea un poco pensar que a cada minuto, en diferentes partes del mundo y en situaciones bien diversas, anda cantando el canario invisible.

Como un símbolo bien audible de la era de la globalización.