El Molinar ha logrado despistar a la reina codicia y mantener su carácter de popular barrio marinero con permiso incluso de los suecos, que hay que reconocerles el buen gusto y el ojo clínico en apostar antes que nadie por la zona, cuando ésta empezó a postularse en las primeras filas de los mejores lugares para vivir en Palma.

La obstinación de quien cree que el modelo de crecimiento solo es óptimo echando hormigón y aumentando la escala es muy tozuda. El Molinar lleva meses enseñando los dientes a quien cree oportuno construir una marina en el club náutico. Porque esa es la intención que se esconde tras la llamada ampliación del Marítim del Molinar. En este tiempo, los balcones se han llenado de letreros claros: Port Petit sí, o Al Molinar, Port Petit.

En este barrio de pescadores se respira buena vida, gozo de vivirla, en pequeños gestos, sin exageraciones. El lujo es simplemente salir a pasear, coger la bicicleta, bordear la cintura del paseo, saludar a los vecinos o a los paseantes que de otros lugares de Palma se desplazan hasta la Corniche de la ciudad. Tomar un café. Pararse a contemplar las mejores puestas de sol de la bahía, perderse tras el rastro de un carguero que huele a óxido, a salitre, a historias viejas de hombres rudos que se enamoran perdidamente de quien jamás les corresponderá, todo eso es el capricho que puede darse el paseante. Sin pagar un euro.

El Molinar tiene sus lindes, sus servidumbres de paso, porque no es solo el Portixol ni Ciudad Jardín, es más. Cuando el sol se despierta generoso, el collar del litoral es un memorial de sociología. En verano, hasta las últimas horas de la tarde se ve en convivencia de soslayo a una familia magrebí mojándose de a poco los pies junto a la chiquillería gitana en remojo.

Estos días de otoño no quiero llegar, se ve a un hombre que mira al horizonte. A su lado, la caña de pescar aguarda ser agitada por la picada de un pez. No muy lejos, otro hombre agarra la cámara y enfoca esa línea casi perfecta que va de la torre de los Vientos a la Catedral.

Hay playas, pequeños arenales, donde los vecinos se tumban a tomar el sol, a pedirle deseos a las estrellas y a mecerse sin más antes de que la realidad le parta el alma y se ponga a gritar.

En este lugar de Palma quieren hincarle el diente porque es bocado goloso. Quieren ampliar el club náutico para que puedan amarrar barcos más grandes. Argumentan, llorando, que necesitan dinero, que el club es una ruina y debe modernizarse a riesgo de cerrar. Los estudios de impacto medioambiental dirán científicamente qué repercusión puede tener la ampliación en el ecosistema de la zona. Todo indica que nefasta. De entrada, olvídese de este pequeño joie de vivre si prospera el port gros.