Nunca llueve al sur de California cantaba Albert Hammond con voz de nota ronca en aquel lejano 1973 que coronó a Amparo Muñoz Miss Universo, situó en segunda posición el Eres tú de Mocedades y apeó de un bombazo al general Carrero Blanco de su posición de guardameta de una selección que pedía un cambio de entrenador a voz en grito. El estado norteamericano, con sus chicas rubias en bikini, sus musculados surfistas, y ese todo va bien si te subes a la cresta de la American Way of Life dejaba babeantes a los españoles que seguían vistiendo de pana y alpargata.

Palma aspira a ser California aunque no nos lo digan claramente. Se intentó con la embajada de Michael Douglas y su desembarco de actores de Hollywood pero sus diversos calentones y sus apretones de mano con Jaume Matas le convirtieron en personaje sospechoso. Nos costó un riñón. Recuerden.

Ahora que somos pobretones por culpa de la crisis financiera que es como decir que la culpa de que a Caperucita se la comiera el lobo la tenía ella por ir provocándole, y de los lobos, éstos sí, que robaron con total impunidad, nuestra manera de ser California la dejamos en manos de los de a pie. El común siempre se mueve por una lógica aplastante.

Una ciudad que ve cómo sus visitantes se las gastan en bermudas y camiseta para ir de visita a su mejor arquitectura, bien puede hacer del asfalto su mejor mar para buscarle su ola. Un hombre avanza semidesnudo de cintura para arriba por la calle. Agarra con fuerza su tabla de surf. De cintura para abajo, una toalla le ciñe como si fuera una sábana santa. El cabello largo, visto de espaldas, le da semblante de californiano, esos de abdomen de pastilla. Ni chancletas calza. Anda descalzo por el mar de una calle como si fuera un Cristo.

El surf tiene detrás una filosofía que sustenta ese ejercicio de búsqueda de equilibrio con escasos medios. Es la belleza con economía de recursos: el ser humano subido a una tabla desafiando los elementos que tiene en su contra. Es, también, un ejercicio de espera, lleno de incertidumbres, con una duración efímera y a la vez una compensación máxima. Es una lección de humildad según como se mire porque los surfistas suelen estar más tiempo en el agua que sobre la tabla, es decir, se caen a menudo, pero se vuelven a levantar porque en eso consiste el deporte, el juego. Si me apuran, la vida.

Ver a un surfista en plena ciudad, caminando por el asfalto de Palma como si fuera una playa del Pacífico es aceptar que vivimos en ciudad todo es posible, que de buenas a primeras podemos ser un California dreaming, que el aliño informal no es censurado en una normativa con muchos altibajos, tantos como la cresta de esa ola que nos hace sentirnos pequeños dioses. Dioses de asfalto.