El elemento lumínico más actual es el led. Desde hace un tiempo, este sistema de iluminación se ha extendido prodigiosamente. Sencillo, de poco consumo y elevado rendimiento, el led lo invade todo. En cualquier bar o restaurante que entremos, siempre hay algún elemento o rincón remarcado con una hilera de leds. Las iluminaciones exteriores de casas y jardines cada vez emplean más estos diminutos focos de luz. Incluso los semáforos los han incorporando, para sustituir las antiguas bombillas.

Los leds suelen ser una especie de procesionaria de las luces. Casi siempre se encuentran en grupos. La mayor parte de las veces, formando esas hileras luminiscentes que tanto nos recuerdan a las antiguas decoraciones del árbol de Navidad.

No sólo destacan por su adaptabilidad, sino también por la temperatura y la calidad de la claridad que desprenden. Porque el led, como hijo prototípico de esta época, desprende una luminosidad viva, algo descarnada. Mecánica y un punto deshumanizada. Nos recuerda los flashes, la iluminación de ordenadores y móviles, las luces de máquinas y motores. Dura, de colores muy definidos, blanco destello, verde laser, rojo caldera.

El led es responsable de la aparición de nuevos espacios de luz y sombra. Al ser fuerte, crea unos relieves muy acentuados. Rebaja los tonos vitales de cosas y personas. Un pintor clásico de la luz como Vermeer se hubiera vuelto loco si sus modelos y composiciones hubiesen salido de las luces leds. Sin esos matices tan buscados, sin los colores cálidos y carnosos. Sin el pálpito de la luz y la penumbra que crean los rincones y las cosas sólo a medias iluminadas.

El led va avanzando, como lo hace otro recién llegado de la estética que es el color fosforito. La ciudad se va llenando de ellos, y desde lejos se distingue allá dónde han anidado. Por la calidad de la luz y la palidez extraña que produce en el rostro de quienes ilumina.

Los leds vienen a ser la antítesis de los candelabros de Kubrick en Barry Lindon. Por su carácter práctico y su maniobrabilidad, tienen sin duda un gran futuro. Pero cuando los vemos allí, como gusanitos radiantes iluminando el rincón de un local, son luces que parecen mirarnos. Examinarnos. Juzgarnos. Mucho menos comprensivas que el resplandor titubeante de una shakespeariana candela.