Prendre la fresca es -aunque resultaría más apropiado hablar en pretérito- uno de los mayores placeres del verano. No se trata solo de un combate natural contra los calores del verano. Prendre la fresca encerraba un estilo de vida mediterráneo que se está perdiendo a marchas forzadas. Era dejar pasar los segundos, los minutos y hasta las horas alejado de las preocupaciones y las prisas. Se recargaban las pilas después de una dura jornada de trabajo. Para los hombres, en la fábrica o en la oficina. Para las mujeres, en el hogar.

Prendre la fresca era también un medio de comunicación en el que se mezclaban todos los géneros periodísticos. Se recibía información directa, pura y dura. Se reportajeaba con datos de contexto familiar, antecedentes y proyecciones de futuro de los protagonistas. Y, por supuesto, se opinaba más que en un informativo de José María Carrascal o en un debate de La Sexta con Iglesias y Marhuenda. La comunicación era fluida, salvo que la enemistad se hubiese instalado entre vecinos.

El balancí o la silla baja de cocina eran elementos esenciales para prendre la fresca. Había balancins de bova, pero solían dedicarse más al adorno de las entradas de las casas. Además, presentaban un problema, los que se habían sentado en ellos se levantaban con el dibujo profundamente marcado en la espalda y en el culo. Los mejores eran los de tela y, si me dejan elegir, prefiero los que tienen brazos. Las conversaciones a la fresca jamás hubieran alcanzado el mismo nivel sin el suave balanceo que calmaba la conversación y favorecía la reflexión sobre lo escuchado o lo que uno se disponía a opinar. Sin ellos, las veladas hubieran acabado peor que un debate entre Aznar y González.

Algún lector pensará que este artículo no debería publicarse en la sección de Palma. Que prendre la fresca era propio de los pueblos. Tenemos la prueba para rebatirlo. Ahí está la fotografía tomada a finales de los años 50 en Sant Agustí, en el Camí de Gènova, en la que un grupo de vecinos se dispone a ejerce la equivalencia mallorquina del italiano dolce far niente sorteando la estrechez de la acera y la inclinación del terreno.